viernes, 15 de junio de 2012

El oficio secreto de los niños


Llegué a la ciudad a eso de las seis. El sol ya amagaba irse. El tren me escupió en el andén junto a otros somnolientos recién llegados. Miré a los que bajaban conmigo, me vi en sus caras de rostros amargos, expresiones serias, aires de importancia.
Una sonrisa me encandila, me cuesta acostumbrarme. El botija alcanza bolsos me recibe alegre, me ofrece un buen día y contesta amablemente a mi pregunta ¿dónde conseguir puchos?
“Pura coincidencia” me encuentro diciendo mientras le doy una propina. Me percato de que no correspondí el sonreír ni una sola vez, algo me pasa, a mí y a los que bajaban conmigo. ¿Por qué me resulta raro encontrar una sonrisa? ¿Me olvidé de cómo sonreír? ¿Cómo sonreír? Contemplo mi reflejo en las ventanas de los vagones marchantes, me veo gesticular, arquear mi boca en forma de sonrisa, me cuesta enormemente amoldarla, no puedo. Intento con mi mano, pulgar e índice sostienen la mueca. Nada. No sonrisa. No puchos.
Acto seguido sigo las indicaciones del botija de los bolsos, siga derecho, doble a la izquierda, frente a la garita hay un kiosco, quinientos ocho pasos para ser exacto. Los cuento, como de costumbre. Desconfío del muchacho alegre. No miente. El kiosco existe.
Cigarros. El hombre me saluda y me comenta el buen tiempo. Canta sus palabras al compás de una risa. Gracias digo serio. Merece dice el hombre risueño. Pago y me voy.
Dos coincidencias en un mismo cuarto de hora, dos personas felices en un rango acotado de quinientos ocho pasos a la redonda. Esto debe ser un sueño. Me pellizco. No es sueño, sonrío, pero por dentro; mi cara, por fuera, petrificada.
Enfilo para el barrio, para mi vieja casa, me cuido de no levantar la vista, cuento las baldosas. Ya extraño a los que bajaban conmigo. Estos nuevos sonrientes no son quiénes recordaba. Cómo ha cambiado mi ciudad.
Ochocientas veinte baldosas separan al hombre risueño de mi casa. Tomo nota. Todo dato es importante. Golpeo metódicamente el zaguán. Un, dos, tres golpes. Todos en su correspondiente compás.
La perfección es buena, hace de las personas gente seria, importante. Como mi padre. Siempre tuvo un halo de autoridad y eminencia. Pocas veces lo vi reír, quizás eso me marcó a mí. Me acostumbró a las ausencias de risa. Me enseñó que en la vida, cuanto más aire sufrido, más digno se es. La dignidad fue la escultora de su rostro petulante. Nunca caer en ridículo, nunca pifiar y caer en sonrisas. Nunca una complicidad amiga. Ostentación de prócer siempre.
Un buen día Alfonso y una sonrisa me despiertan del trance, al que siempre nos sumimos las personas inteligentes. Esos trances que te estampan en la cara expresiones bobas, no importa cuan compleja y profunda sea la meditación.
Ya caí de nuevo. Mi viejo me da una cachetada. “Despertá bobeta” me dice al tiempo que ríe. ¿De qué te ríes padre? ¿Este es mi padre? No corresponde con la descripción previa de mi decente y buen hombre padre. Cómo ha cambiado mi padre.
Otra cachetada. Otra carcajada. ¿De qué te ríes padre? “Entra que hace frío”. Quiero sonreír pero no puedo. Es como si hubieran inyectado cemento en los músculos de mi cara. El rostro se mantiene tenso, en una expresión constante, cosa útil para las mentiras y el póker.
Me saca el bolso de las manos y me empuja puerta adentro. La cierra. “Sentite como en tu casa” dice al tiempo que entramos en la sala. Lo observo serio, no entiendo el comentario, ¿cómo hacer para sentirme como en casa si ésta es mi casa?
“¿Qué te pasa? ¿Te tiene estresado el mambo capitalino? Relajáte, estás en casa” dice buscando una complicidad que no puedo darle. Estoy cansado. Tan cansado que no respondo. Si al menos pudiera sonreír.
Me echo en un sillón que a duras penas me resulta cómodo. Padre busca algo. Vino, dos copas. “Esto reaviva a un muerto. La tengo guardada desde que te fuiste” sonríe y sirve las copas.
Empina la suya y con sus ojos invita a que lo acompañe. Bebo. Calor en la garganta, en el pecho, da media vuelta y escala hasta la frente.
“Cómo ha cambiado la ciudad, padre” digo.
“¿Qué pretende señorito? Hable bien, no como en las novelas” responde con gracia que yo no encuentro; viejo obstinado, hice una observación perfectamente atinada.
“La gente no parece la misma… te veo cambiado” agrego.
“La gente no es la misma, la gente ha cambiado. Para bien” responde.
“La gente habrá cambiado, pero la ciudad parece la misma. Parece estancada en el tiempo ¿qué pasó con el centro comercial que iban a construir?” pregunto.
“Es todo mérito de la nueva alcaldía. Sus métodos son efectivos, cuestionables pero efectivos” contesta.
“Pero ¿y el centro comercial? Si es tan buena la gestión ¿cómo es que la ciudad no crece hacia fuera?” retruco.
“Porque el alcalde cree que primero hay que crecer hacia dentro, ya vas a ver…” asevera curtiendo un trago.
El “ya vas a ver” queda rebotando en mi cabeza. Padre sirve dos copas. Padre bebe. Bebo. Pasamos un breve tiempo degustando el silencio, junto al vino. Padre sonríe. Cachetes rojizos. Labios morados. Sonrisas que rebotan contra el muro de mi cara.
De pronto un ruido. Algo suena en el patio trasero. ¿Ahora tenemos perro? A padre nunca le gustaron los animales, cómo ha cambiado mi padre. “¿Tenemos perro?” pregunto.
“No, quedáte tranquilo, no fue nada” afirma sereno. De nuevo el ruido. Pasos en el patio trasero. “Alguien anda” advierto.
“Quedáte tranquilo, no pasa nada ¿vino?” ofrece sereno. Me levanto, no puedo soportar la inercia de padre, cómo ha cambiado. Antes, ante la menor advertencia de peligro reaccionaba cómo hacen los hombres, cuchillo en mano y a la guerra. Ahora, es un viejo sonriente que sólo se ocupa por la comodidad de su culo. “Voy a ver qué es” digo. Padre lanza una mueca desinteresada y sorbe su copa de vino.
Prendo la luz de la cocina. Me arrimo a la puerta que da al patio, observo a través de la ventana. Nada a la vista, pero está oscuro como para percibir con claridad algo. Pego mi cara al vidrio. Entrecierro los ojos para ver mejor.
Una sonrisa se pega contra el vidrio. Miedo. Me lanzo hacia atrás. Un niño observa desde el vidrio, inspecciona mi semblante. Es solo un niño, inofensivo. Le chisto para que se vaya. No hace caso. Sonríe. Otro niño se pega contra la ventana. Coincidencia, dos hermanos traviesos.
Un tercero se da contra la ventana. Luego un cuarto, un quinto y un sexto. Y se siguen sumando. De más está decir que debajo de esos niños hay otros que los llevan en sus hombros. Logro constatar que detrás de esos niños pegados a la ventana hay otros más que empujan con vehemencia. Sólo tienen una cosa en mente. Entrar. Contra la puerta, resisto. Lo que puedo. Lanzo miradas serias. Los niños empujan y empujan. Cómo han cambiado los niños, ya no respetan la autoridad adulta.
En vano resisto, caigo de culo al suelo. Una vez abierta la puerta, los niños entran despacio, como adentrándose en tierras desconocidas. Un malón de niños pasa a mí lado, algunos sobre mí. Unos se frenan en la cocina, contemplan todo con caras fascinadas. Sonríen. Una niña toma una olla y la usa de sombrero. Un niño toma un cucharón y tamborilea la caldera. Otro niño toma mi cara y empieza a jugar con ella. Moldea muecas a su antojo. Sé lo que está intentando. Una sonrisa. No lo va a lograr. Y no lo hace, desiste y sigue su camino. Me reincorporo y lo sigo. Llego hasta la sala.
Allí veo a padre entretenido con un par de niños. Toma vino y les hace morisquetas, una niña pequeña escala su espalda como si fuera el Everest. Los niños en la sala cambian todo de lugar, desordenan. Toquetean todo con extrema curiosidad. Tres niños empujan la tele de cara a la pared y la montan como si fuera un caballo salvaje.
“Voy a llamar a la policía, hay que denunciarlos…” grito.
“No los denuncies… es su trabajo” me intenta tranquilizar.
“¡¿Trabajo?! Tenemos más de cincuenta niños invadiendo la casa” me altero. “Tranquilo hijo, es lo normal… ellos vienen, hacen lo suyo, sólo hay que seguirles el juego… divertíte…” me dice al tiempo que le hace caballito a uno de anteojos.
Me siento en el sillón, con cara abatida, siempre seria, contemplo el caos alrededor mío. Una bandada de niños dentro de casa, jugando, desordenando las cosas, dándole usos irracionales a los objetos que toman. Lo raro es que no rompen nada. Quizás tenga que acostumbrarme. Me sereno un poco. La imagen de un niño haciendo muecas sobre la porcelana de un jarrón, de pronto me divierte. Me recuerda a mi infancia. Sonrío tímidamente. Luego suelto una risita, después una risotada y termino en el suelo riendo a carcajadas. Niños se me tiran encima y me hacen cosquillas. No puedo parar de reírme. Papá ríe a carcajadas mientras lanza a un niño contra el sillón grande. Y luego a otro, y a otro. De repente, me encuentro sumido en el caos del juego. Me divierto como nunca antes. Así durante un tiempo.
Suenan las campanas que dan la una. El juego termina. Los niños se detienen, arreglan sus ropas y se marchan ordenadamente por donde vinieron.
Despatarrado en el suelo contemplo a papá sirviéndose vino. Me alcanza una copa. La casa está patas para arriba. Como si nos hubiera visitado un tornado.  “No entiendo” explico.
“¿Qué no entendés?” pregunta papá. Miro a mí alrededor. Papá ríe: “¿Esto? Esto es normal, ya te comenté…”.
“¿Estas son las medidas de la nueva alcaldía?” trato de averiguar.
“Claro. Hay que crecer para adentro, los niños colaboran. Forman el frente de batalla que renueva la capacidad de asombro. Es el oficio secreto de los niños… vienen todos los días, menos los domingos… hacen su trabajo y se van… son cumplidores y efectivos; cuestionables, pero efectivos.”

Elugo

12 comentarios:

  1. Mmm tengo que decir que me gustó todo, muchísimo, menos el principio y el final, sobre todo el final. Puta, es que me gustan los finales más abiertos, me hubiera gustado que todo fuera más sinsentido (más de lo que ya es), que los niños no tuvieran un trabajo, por así decirlo, que todo fuera realmente delirante, cincuenta niños en una casa, que cosa radical, extraña, haciendo nada, simplemente buscando la sonrisa al tipo que ya no reía. Pero bueno, esa es mi cabeza y lo que yo hubiera querido, claro.

    Muy bueno, elugo. De bueno pa arriba.

    Abrazo de gol

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    1. Buenas Sigma, le explico un poco: el texto nació de un sueño que me contó un amigo, el había soñado que estaba en su casa con su padre y que empezaban a entrar niños que hacían lo que hacían y que el quiso denunciarlos y su padre le dijo "no, dejálos, es su trabajo"... no quise traicionar la esencia del relato, lo del tipo sin sonrisa fue estrictamente literario y el final fue una forma de darle un sentido concreto a la historia... pero quien sabe si en un futuro, si el relato llega a la pantalla, no haya un final abierto... Salud!

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  2. Bueno bueno elugo,sin mas...Dejemos entrar esos niños que se mueren por jugar,con todos estos otros que aqui dentro se encuentran dormidos!
    Salud por la iniciativa del alcalde!

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    1. Claro que sí Naza!!! Hay que ponerse en campaña!!! ¿Estás pa la militancia del "P.R.C.A." (Partido por la Renovación de la Capacidad de Asombro)? Avisa que te anoto como diputado... Abrazo

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  3. a mi me gusto mucho, me gusto mucho el principio y el desarrollo, como describís y llevas la historia.
    salud

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    1. Sepa Tito que su espiritú mantiene vivo el toman... gracias! Abrazo!

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  4. Una vuena istoria, halgo que sale de lo conbensional, rompe reglas (como lo hortografia misma), esta vueno. chau un saludo

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  5. Me gusto, el comienzo de un individuo que no entiende las sonrisas de las personas, y luego a traves del juego vuelve a sentir y sonreir. Disfrutemos todos de ese niño! Y sonriamos a la vida!
    Salute!

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    1. hay que dejar la seriedad a un lado y aprender a reír!

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  6. Muy bueno, la verdad me gusto mucho!!
    Cuantas cosas podemos aprender de los niños!

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    1. Claro que sí! son los seres menos viciados del Universo! más sabios que cualquier adulto!!!

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