Villalba abrió
la puerta y con la punta del pie empujó el mosquitero que estaba del lado de
afuera. Apoyado en un tronco que había junto a la entrada se quitó las
alpargatas, tomó las botas que allí esperaban y las golpeó con fuerza; una
contra otra y los pedazos de barro seco se desprendieron de las suelas y
cayeron al piso. Se las calzó, metió parte del pantalón por dentro de las botas
y volvió a pararse. Recién entonces terminó de abrir los ojos.
El perro, que
apareció por detrás de la casa, se arrimó sin hacer alboroto y quedó parado
rozándole la pierna. Era apenas más alto que su rodilla, de cuerpo robusto,
cuello grueso y patas como zancos. Los pelos, cortos y finos, eran unánimemente
negros; desde la cabeza alargada, de donde colgaban —como trapos— las enormes
orejas, hasta la cola. De hocico inquieto y sagaz, parecía llevarse mejor con
las personas que con el resto de los bichos.
Mientras
cruzaba el pequeño alero que estaba detrás de la casa, Villalba levantó la
frente por primera vez en el día para poder acomodar el cuello del pulóver de
lana y correr el cierre del abrigo lo más arriba posible. El tenue resplandor
que se filtraba entre las nubes, reflejado en cielo gris, subrayaba la nitidez
del paisaje aún sin amanecer. Desafiando cualquier abrigo, el aire gélido de la
noche todavía hacía mella en la carne y calaba los huesos.
Sin
desperezarse, con la vista clavada en el horizonte, Villalba atravesó el
descampado emblanquecido por la helada y bajó el barranco. Caminó sobre el muelle
esquivando —de memoria— las tablas que faltaban o estaban sueltas y subió al
bote al igual que el perro. Zafó la cuerda de uno de los palos del muelle y
empujó la embarcación para alejarla de la orilla. Mientras el bote se movía
lentamente juntó los remos que estaban tirados a ambos lados y los calzó en las
horquillas. Esperó que la embarcación se alejara lo suficiente del muelle y
clavó uno de los remos en el río. El bote giró lentamente sobre el agua;
Villalba quedó inmóvil con los brazos estirados hacia adelante y su torso
apenas inclinado hacia atrás. Cuando los remos apuntaron hacia el corazón del
río, los hundió en el agua y trajo sus manos hacia el pecho al tiempo que
balanceaba el cuerpo en sentido contrario. Entonces los puños se encontraron con
el torso y el bote tomó impulso adentrándose en el río mientras los ojos de
Villalba miraban para el otro lado, hacia el muelle, el barranco y encima la
casa.
El viento que
corría sobre el río estaba aún más helado y le alborotaba los pocos pelos que estaban
fuera del gorro. El cielo, transformado en una bóveda de nubes grises, cubría
el río hasta el horizonte. Los pliegues negros que acompañaban la orilla y
mordían los montes, escondían el amanecer que debía aparecer río arriba. El
murmullo de los sapos y el grito apurado de los teros eran los únicos que
astillaban el silencio.
Villalba se
había vuelto paciente. Sabía que remar —de forma eficaz— requería destreza, con
movimientos precisos y sincrónicos que iban acompañados del esfuerzo físico y
no al revés; esa relación inversamente proporcional entre la maña y fuerza.
Cada vez que los remos se hundían en el agua Villalba apretaba un poco los
dientes y dejaba entrar aire, aunque estuviese helado, por su nariz. En medio
del impulso, cuando los remos salían del agua y goteando volvían a apuntar
hacia la parte de adelante del bote, soltaba el aire y estiraba los brazos
nuevamente. La secuencia se repetía con serenidad, exacta, sin apuro. El surco
que el bote dibujaba sobre la superficie del río desaparecía a lo lejos, como
si ese momento nunca hubiera existido; porque el río no guarda huellas, no le
interesan, esas son cosas del monte.
El bote cruzó
—río arriba— por delante de la desembocadura de un arroyo, de unos acantilados
de piedra negra, de dos cañadas que estaban muy crecidas y de un pequeño claro
en el monte, con forma de playa, que era conocido como el cangrejal. Ese era el
camino, todo estaba allí. El ritmo de los remos entrando y saliendo del agua
había hecho desaparecer el frío. Cerca de un barranco de arcilla, Villalba
enfiló el bote hacia la costa y remó varias de veces con más intensidad. De
repente, a unos cuantos metros todavía de la costa, levantó los remos y ya no
los volvió a meter en el río. Con el impulso que traía, el bote siguió desplazándose
y lentamente fue acercándose a la costa. Cuando la embarcación estaba apenas a
unos metros de la orilla, Villalba acarició con los remos el agua. El perro,
que venía acurrucado entre sus pies, se levantó y fue a pararse en la parte de
adelante de la embarcación. Con un pequeño raspón en el fondo del río, el bote
finalmente se detuvo e inmediatamente el perro salto a la orilla y desapareció
adentro del monte.
Villalba se
paró y tomó la cuerda. Con un paso largo evitó el barro de la orilla, pisó
sobre una piedra y ató la cuerda en una estaca de hierro. Subió unos
rudimentarios escalones y se metió por la senda que desaparecía en el monte.
Caminó sin prisa precedido por el perro que zigzagueaba frente a él mientras
pensaba que recuerdos todavía le iban quedando y cuales se olvidaría ese día.
En el monte todavía era de noche, ahí todo estaba oscuro. Cuando finalmente
desembocó en la pequeña huerta abandonada que estaba detrás de la casa,
Villalba volvió a mirar el horizonte; el cielo parecía arrugarse aún más, como
escondiendo el llanto que ya anunciaban los truenos.
Caminó con paso
firmé hasta la vivienda. Al llegar a la entrada, casi sin frenar, se descalzó y
entró. Colgó el abrigo al costado de la puerta, se sacó el gorro de lana y
atravesó la pequeña sala. Cruzó frente a la estufa donde, debajo de una
montañita de cenizas, quedaban todavía algunas brasas encendidas y una sonrisa
le entonó la comisura de los labios; la casa todavía estaba tibia. Entró al
dormitorio sin hacer ruido, se quitó con desgano uno de los pulóveres que traía
puesto y se metió en la cama sin abrir la boca. Acomodó las mantas para
asegurarse de que le taparan bien los pies y dio media vuelta. En ese momento,
cuando las primeras gotas golpearon los postigos de la ventana, sintió como el
brazo de la mujer le rodeaba el cuerpo. Un instante después, cuando la lluvia
repiqueteaba con fuerza sobre las tejas, Villalba volvió a cerrar los ojos.
Miguel Sanecasse.
que final inesperado, casi fantástico, onírico.
ResponderEliminarun pulso narrativo buenisimo, que raya por momentos la poesía.
me encanto
lo mejor,en mi opinión, que he leido de usted.
Coincido con el muchacho de aca arriba, muy bueno miguel.
ResponderEliminarLe di una ojeada y no lo pude dejar.
EXELENTE¡¡¡¡¡¡
ResponderEliminarme gusto mucho che, me encantan este tipos de relatos, es muy bueno, el principio la gasta. felicitaciones, es una lastima que el blog no este acompañando estos textos tan buenos
saludddd
muy bueno!!
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