Llegué a la
ciudad a eso de las seis. El sol ya amagaba irse. El tren me escupió en el
andén junto a otros somnolientos recién llegados. Miré a los que bajaban
conmigo, me vi en sus caras de rostros amargos, expresiones serias, aires de
importancia.
Una sonrisa
me encandila, me cuesta acostumbrarme. El botija alcanza bolsos me recibe
alegre, me ofrece un buen día y contesta amablemente a mi pregunta ¿dónde
conseguir puchos?
“Pura
coincidencia” me encuentro diciendo mientras le doy una propina. Me percato de
que no correspondí el sonreír ni una sola vez, algo me pasa, a mí y a los que
bajaban conmigo. ¿Por qué me resulta raro encontrar una sonrisa? ¿Me olvidé de
cómo sonreír? ¿Cómo sonreír? Contemplo mi reflejo en las ventanas de los
vagones marchantes, me veo gesticular, arquear mi boca en forma de sonrisa, me
cuesta enormemente amoldarla, no puedo. Intento con mi mano, pulgar e índice
sostienen la mueca. Nada. No sonrisa. No puchos.
Acto
seguido sigo las indicaciones del botija de los bolsos, siga derecho, doble a
la izquierda, frente a la garita hay un kiosco, quinientos ocho pasos para ser
exacto. Los cuento, como de costumbre. Desconfío del muchacho alegre. No
miente. El kiosco existe.
Cigarros.
El hombre me saluda y me comenta el buen tiempo. Canta sus palabras al compás
de una risa. Gracias digo serio. Merece dice el hombre risueño. Pago y me voy.
Dos
coincidencias en un mismo cuarto de hora, dos personas felices en un rango
acotado de quinientos ocho pasos a la redonda. Esto debe ser un sueño. Me
pellizco. No es sueño, sonrío, pero por dentro; mi cara, por fuera,
petrificada.
Enfilo para
el barrio, para mi vieja casa, me cuido de no levantar la vista, cuento las
baldosas. Ya extraño a los que bajaban conmigo. Estos nuevos sonrientes no son
quiénes recordaba. Cómo ha cambiado mi ciudad.
Ochocientas
veinte baldosas separan al hombre risueño de mi casa. Tomo nota. Todo dato es
importante. Golpeo metódicamente el zaguán. Un, dos, tres golpes. Todos en su
correspondiente compás.
La
perfección es buena, hace de las personas gente seria, importante. Como mi
padre. Siempre tuvo un halo de autoridad y eminencia. Pocas veces lo vi reír,
quizás eso me marcó a mí. Me acostumbró a las ausencias de risa. Me enseñó que
en la vida, cuanto más aire sufrido, más digno se es. La dignidad fue la
escultora de su rostro petulante. Nunca caer en ridículo, nunca pifiar y caer
en sonrisas. Nunca una complicidad amiga. Ostentación de prócer siempre.
Un buen día
Alfonso y una sonrisa me despiertan del trance, al que siempre nos sumimos las
personas inteligentes. Esos trances que te estampan en la cara expresiones
bobas, no importa cuan compleja y profunda sea la meditación.
Ya caí de
nuevo. Mi viejo me da una cachetada. “Despertá bobeta” me dice al tiempo que
ríe. ¿De qué te ríes padre? ¿Este es mi padre? No corresponde con la
descripción previa de mi decente y buen hombre padre. Cómo ha cambiado mi
padre.
Otra
cachetada. Otra carcajada. ¿De qué te ríes padre? “Entra que hace frío”. Quiero
sonreír pero no puedo. Es como si hubieran inyectado cemento en los músculos de
mi cara. El rostro se mantiene tenso, en una expresión constante, cosa útil
para las mentiras y el póker.
Me saca el
bolso de las manos y me empuja puerta adentro. La cierra. “Sentite como en tu
casa” dice al tiempo que entramos en la sala. Lo observo serio, no entiendo el
comentario, ¿cómo hacer para sentirme como en casa si ésta es mi casa?
“¿Qué te
pasa? ¿Te tiene estresado el mambo capitalino? Relajáte, estás en casa” dice
buscando una complicidad que no puedo darle. Estoy cansado. Tan cansado que no
respondo. Si al menos pudiera sonreír.
Me echo en
un sillón que a duras penas me resulta cómodo. Padre busca algo. Vino, dos
copas. “Esto reaviva a un muerto. La tengo guardada desde que te fuiste” sonríe
y sirve las copas.
Empina la
suya y con sus ojos invita a que lo acompañe. Bebo. Calor en la garganta, en el
pecho, da media vuelta y escala hasta la frente.
“Cómo ha
cambiado la ciudad, padre” digo.
“¿Qué
pretende señorito? Hable bien, no como en las novelas” responde con gracia que
yo no encuentro; viejo obstinado, hice una observación perfectamente atinada.
“La gente
no parece la misma… te veo cambiado” agrego.
“La gente
no es la misma, la gente ha cambiado. Para bien” responde.
“La gente
habrá cambiado, pero la ciudad parece la misma. Parece estancada en el tiempo
¿qué pasó con el centro comercial que iban a construir?” pregunto.
“Es todo
mérito de la nueva alcaldía. Sus métodos son efectivos, cuestionables pero
efectivos” contesta.
“Pero ¿y el
centro comercial? Si es tan buena la gestión ¿cómo es que la ciudad no crece
hacia fuera?” retruco.
“Porque el
alcalde cree que primero hay que crecer hacia dentro, ya vas a ver…” asevera
curtiendo un trago.
El “ya vas
a ver” queda rebotando en mi cabeza. Padre sirve dos copas. Padre bebe. Bebo. Pasamos
un breve tiempo degustando el silencio, junto al vino. Padre sonríe. Cachetes
rojizos. Labios morados. Sonrisas que rebotan contra el muro de mi cara.
De pronto
un ruido. Algo suena en el patio trasero. ¿Ahora tenemos perro? A padre nunca
le gustaron los animales, cómo ha cambiado mi padre. “¿Tenemos perro?”
pregunto.
“No,
quedáte tranquilo, no fue nada” afirma sereno. De nuevo el ruido. Pasos en el
patio trasero. “Alguien anda” advierto.
“Quedáte
tranquilo, no pasa nada ¿vino?” ofrece sereno. Me levanto, no puedo soportar la
inercia de padre, cómo ha cambiado. Antes, ante la menor advertencia de peligro
reaccionaba cómo hacen los hombres, cuchillo en mano y a la guerra. Ahora, es
un viejo sonriente que sólo se ocupa por la comodidad de su culo. “Voy a ver
qué es” digo. Padre lanza una mueca desinteresada y sorbe su copa de vino.
Prendo la
luz de la cocina. Me arrimo a la puerta que da al patio, observo a través de la
ventana. Nada a la vista, pero está oscuro como para percibir con claridad
algo. Pego mi cara al vidrio. Entrecierro los ojos para ver mejor.
Una sonrisa
se pega contra el vidrio. Miedo. Me lanzo hacia atrás. Un niño observa desde el
vidrio, inspecciona mi semblante. Es solo un niño, inofensivo. Le chisto para
que se vaya. No hace caso. Sonríe. Otro niño se pega contra la ventana. Coincidencia,
dos hermanos traviesos.
Un tercero se
da contra la ventana. Luego un cuarto, un quinto y un sexto. Y se siguen
sumando. De más está decir que debajo de esos niños hay otros que los llevan en
sus hombros. Logro constatar que detrás de esos niños pegados a la ventana hay
otros más que empujan con vehemencia. Sólo tienen una cosa en mente. Entrar.
Contra la puerta, resisto. Lo que puedo. Lanzo miradas serias. Los niños
empujan y empujan. Cómo han cambiado los niños, ya no respetan la autoridad
adulta.
En vano
resisto, caigo de culo al suelo. Una vez abierta la puerta, los niños entran
despacio, como adentrándose en tierras desconocidas. Un malón de niños pasa a
mí lado, algunos sobre mí. Unos se frenan en la cocina, contemplan todo con
caras fascinadas. Sonríen. Una niña toma una olla y la usa de sombrero. Un niño
toma un cucharón y tamborilea la caldera. Otro niño toma mi cara y empieza a jugar
con ella. Moldea muecas a su antojo. Sé lo que está intentando. Una sonrisa. No
lo va a lograr. Y no lo hace, desiste y sigue su camino. Me reincorporo y lo
sigo. Llego hasta la sala.
Allí veo a
padre entretenido con un par de niños. Toma vino y les hace morisquetas, una
niña pequeña escala su espalda como si fuera el Everest. Los niños en la sala
cambian todo de lugar, desordenan. Toquetean todo con extrema curiosidad. Tres
niños empujan la tele de cara a la pared y la montan como si fuera un caballo salvaje.
“Voy a
llamar a la policía, hay que denunciarlos…” grito.
“No los
denuncies… es su trabajo” me intenta tranquilizar.
“¡¿Trabajo?!
Tenemos más de cincuenta niños invadiendo la casa” me altero. “Tranquilo hijo,
es lo normal… ellos vienen, hacen lo suyo, sólo hay que seguirles el juego…
divertíte…” me dice al tiempo que le hace caballito a uno de anteojos.
Me siento
en el sillón, con cara abatida, siempre seria, contemplo el caos alrededor mío.
Una bandada de niños dentro de casa, jugando, desordenando las cosas, dándole
usos irracionales a los objetos que toman. Lo raro es que no rompen nada.
Quizás tenga que acostumbrarme. Me sereno un poco. La imagen de un niño haciendo
muecas sobre la porcelana de un jarrón, de pronto me divierte. Me recuerda a mi
infancia. Sonrío tímidamente. Luego suelto una risita, después una risotada y
termino en el suelo riendo a carcajadas. Niños se me tiran encima y me hacen
cosquillas. No puedo parar de reírme. Papá ríe a carcajadas mientras lanza a un
niño contra el sillón grande. Y luego a otro, y a otro. De repente, me
encuentro sumido en el caos del juego. Me divierto como nunca antes. Así
durante un tiempo.
Suenan las
campanas que dan la una. El juego termina. Los niños se detienen, arreglan sus
ropas y se marchan ordenadamente por donde vinieron.
Despatarrado
en el suelo contemplo a papá sirviéndose vino. Me alcanza una copa. La casa
está patas para arriba. Como si nos hubiera visitado un tornado. “No entiendo” explico.
“¿Qué no
entendés?” pregunta papá. Miro a mí alrededor. Papá ríe: “¿Esto? Esto es
normal, ya te comenté…”.
“¿Estas son
las medidas de la nueva alcaldía?” trato de averiguar.
“Claro. Hay
que crecer para adentro, los niños colaboran. Forman el frente de batalla que
renueva la capacidad de asombro. Es el oficio secreto de los niños… vienen
todos los días, menos los domingos… hacen su trabajo y se van… son cumplidores
y efectivos; cuestionables, pero efectivos.”
Elugo
Mmm tengo que decir que me gustó todo, muchísimo, menos el principio y el final, sobre todo el final. Puta, es que me gustan los finales más abiertos, me hubiera gustado que todo fuera más sinsentido (más de lo que ya es), que los niños no tuvieran un trabajo, por así decirlo, que todo fuera realmente delirante, cincuenta niños en una casa, que cosa radical, extraña, haciendo nada, simplemente buscando la sonrisa al tipo que ya no reía. Pero bueno, esa es mi cabeza y lo que yo hubiera querido, claro.
ResponderEliminarMuy bueno, elugo. De bueno pa arriba.
Abrazo de gol
Buenas Sigma, le explico un poco: el texto nació de un sueño que me contó un amigo, el había soñado que estaba en su casa con su padre y que empezaban a entrar niños que hacían lo que hacían y que el quiso denunciarlos y su padre le dijo "no, dejálos, es su trabajo"... no quise traicionar la esencia del relato, lo del tipo sin sonrisa fue estrictamente literario y el final fue una forma de darle un sentido concreto a la historia... pero quien sabe si en un futuro, si el relato llega a la pantalla, no haya un final abierto... Salud!
EliminarBueno bueno elugo,sin mas...Dejemos entrar esos niños que se mueren por jugar,con todos estos otros que aqui dentro se encuentran dormidos!
ResponderEliminarSalud por la iniciativa del alcalde!
Claro que sí Naza!!! Hay que ponerse en campaña!!! ¿Estás pa la militancia del "P.R.C.A." (Partido por la Renovación de la Capacidad de Asombro)? Avisa que te anoto como diputado... Abrazo
Eliminara mi me gusto mucho, me gusto mucho el principio y el desarrollo, como describís y llevas la historia.
ResponderEliminarsalud
Sepa Tito que su espiritú mantiene vivo el toman... gracias! Abrazo!
EliminarUna vuena istoria, halgo que sale de lo conbensional, rompe reglas (como lo hortografia misma), esta vueno. chau un saludo
ResponderEliminargrasiaz totalez kerido!
ResponderEliminarMe gusto, el comienzo de un individuo que no entiende las sonrisas de las personas, y luego a traves del juego vuelve a sentir y sonreir. Disfrutemos todos de ese niño! Y sonriamos a la vida!
ResponderEliminarSalute!
hay que dejar la seriedad a un lado y aprender a reír!
EliminarMuy bueno, la verdad me gusto mucho!!
ResponderEliminarCuantas cosas podemos aprender de los niños!
Claro que sí! son los seres menos viciados del Universo! más sabios que cualquier adulto!!!
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