martes, 1 de mayo de 2012

La Borges


Con cierta ingenuidad infantil se paseaba la viuda por las calles del pueblo, copa de vino en mano, haciendo todo lo posible por mantenerla escondida detrás de su cartera, como si de esa forma tapara el vicio. Cuando veíamos a la Borges, teníamos que hacernos los distraídos, cosa que todos en el pueblo habíamos acordado cumplir. A muchos se les desviaban los ojos hacia la copa, pero siempre aparecía algún entendido que llamaba la atención del curioso y si éste seguía muy colgado observando el vino en el cristal, se le propiciaba un golpecito en la nuca, de esos que no duelen.

Los tacos de la Borges pisaban con autoridad las calles polvorientas del “pueblucho” (así escuché una vez que ella se refería al pueblo) y tras su caminar se desprendía la estela de un fino perfume que ensordecía el olfato, uno podía saber que se venía la Borges, aún estando a cuadras de distancia.

Siempre trazaba el mismo camino: primero, la capilla (donde se confesaba ante al padre Gregorio, el único ser con quien intercambiaba más de dos palabras); luego, se sentaba un rato en la plaza (siempre tentando a algún jovencito corajudo a que se acercara y le ofreciera sus favores) y por último se dirigía a la despensa de Don Alberto (donde verificaba si sus pedidos habían llegado; por pedidos entendemos las damajuanas de vino que mandaba traer del viñedo de Enrico Gómez, que quedaba a una hora de viaje). Rutina que completaba antes del mediodía, luego no se la veía salir para nada. Se encerraba en su casona a embriagarse y dormir, alternadamente.

Para ese tiempo, Don Alberto me había empleado como repartidor. Yo había juntado en un gran bollón, una por una las moneditas que me habían dado a lo largo de mis quince años y así pude costearme una bicicleta. Sabía que con ella podía conseguir trabajo, fue caer en lo de Don Alberto a mostrarle mi nueva adquisición que ya estaba contratado. “Cúcheme botija: pagarle un sueldo no puedo…” me dijo “…pero puede quedarse con las propinas”. Asentí de inmediato, el dinero no era lo primordial. Además hubiera hecho gratis el laburo. El solo hecho de pasear por las calles en bici era toda la recompensa que necesitaba y si encima ganaba algún mango, doble era el disfrute.

Una vez escuché a un viejo decir que hasta el mismo dios se limpiaría el culo con dinero si fuera millonario. Pronto me vi envuelto en un ansia descomunal por hacerme más rico y tener en mi posesión más monedas de 1 peso, 2 pesos, 5 pesos y hasta 10 pesos. Hacía cualquier cosa con tal de mejorar mis propinas: a las viejas descarriladas (esas que le tienen que pedir permiso a una pata pa’ mover la otra) les llevaba las bolsas hasta la cocina e incluso les ordenaba las compras; a más de un viejo le escuché alguna historia de esas bien largas con tal que me diera una monedita de más y a más de una madre ocupada le cuide los hijos por un rato para que cocinara tranquila y me pagara después con dinero y comida. Pronto me gané fama de buen gurí, “es un amor” decían las madres, tías y abuelas.

Y así fue que un día Don Alberto me pidió que llevara un par de damajuanas a lo de la Borges. Algunos gurises del barrio decían que era media bruja, media vampira, que quienes entraban a su casa no salían más, que tenía una cotorra asesina que se alimentaba con carne de pendejos y otras barbaridades que no me atrevo a repetir. Me entró un miedo tremendo que caló hondo hasta los huesos, siempre temí a los pájaros. Pero uno cuando es joven sabe que al mundo se lo lleva por delante, que es todo un tema de predisposición. Así que junté coraje, tomé las damajuanas, las cargué en el canasto de la bici y entré a pedalear como perro rabioso al que han tenido encadenado por más de una semana y recién liberado se larga a correr hasta el cansancio.

En dos minutos estaba frente al portón de rejas de la Borges. Un viento frío rozó mi piel. Encima el día estaba nublado, lo que le dio al asunto un aspecto más tenebroso. Aplaudí, grité y con un palo golpeé los barrotes. Pero nada. Decidí entrar. Empujé el portón y me dirigí hacia la puerta esquivando el bosque de yuyos y zarzas que la Borges había dejado crecer en su patio delantero.

Llegué al zaguán, ambas piernas temblequeando, los brazos me dolían de cargar las pesadas damajuanas. Las dejé en el piso y toqué timbre. De nuevo nada. Fui a bichar por la ventana pero las persianas estaban cerradas. “A la pucha” me dije “o la Borges salió o la palmó”. Fui a golpear la puerta y cuando apoyé la mano en la madera, la puerta se abrió gentilmente, como invitándome a pasar. Entré.

Adentro, el olor a encierro casi me tumba al suelo, pasados unos segundos me acostumbré. También tuve que acomodar mis ojos a las penumbras que reinaban el salón, apenas unos haces de luz iluminaban el living y el comedor, rebotando en antiguos y polvorientos muebles. La Borges no se veía por ningún lado. Busqué con mi vista una jaula de loro, pero tampoco apareció.

Caminé unos pasos adentrándome en el salón y ahí fue cuando avisté unas largas y esbeltas piernas colgando del sillón. Recuerdo que esa imagen penetró en mi vientre en forma de cosquilleo. Contuve mi respiración y me acerqué silenciosamente. Allí estaba, tendida sobre el sillón, semidormida, aplacada por los años y el alcohol, la Borges, envuelta en un sedoso camisón que dejaba entrever su hermosa silueta que por capricho, el tiempo quiso conservar. Me acerqué lo suficiente para comprobar que estaba viva y respirando, y para constatar que la copa seguía en su mano.

“Señora, vengo a traerle las damajuanas que le encargó a Don Alberto” dije, casi susurrando. Pasaron segundos o minutos, en ese momento el tiempo se desvaneció, escapando furtivo, como quien no quiere ser cómplice de algo. Su brazo cedió la copa al piso y señaló una mesita. Sobre ella vi un fajo de billetes. “Pucha…” pensé sorprendido “…generosa propina”.

Extendí mi brazo para alcanzar los billetes sobre la mesa. Una mano posó delicadamente sus dedos sobre mi antebrazo. Yo temblaba. El cosquilleo se intensificaba dentro mío. La Borges tomó mi mano y la hizo bordear sus sudorosos senos, para luego hacerla descender suavemente sobre su cuerpo y desembocar allí… donde se pierden los hombres, donde quedó parte de mí (quizás el niño que fui) y donde obtuve mi mejor propina.

Elugo

12 comentarios:

  1. jaja arriba la borges!!!!
    chepe

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  2. me gusto, y estoy con chepe, jajaja
    salud

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  3. Si habré echo cosas de esas por una buena propina.

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    1. Mano Santa te decía, así nos conocimos... te acordás?

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  4. Ja, genial! Me encantaron los típicos clichés de casa embrujada y vieja misteriosa. Excelente.

    Abrazo

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  5. durante la lectura me molestaron un poco los cliches no supe si fueron a proposito

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    1. Anónimo, le respondo a usted y a Sigma: ¿qué es un cliché? aún cuando los hubiera, que los hay... ¿siguen validados como clichés cuando son tratados de una forma diferente? no sé a cual te referís en especial: la viuda alcohólica, uff de esas hay miles... la casa misteriosa (¿en qué otra casa crees que hubiera vivido el personaje?)... lo del personaje principal lo admito como cliché, quise buscarle la vuelta, pero un "cliché" desencadena otro... todo está escrito... todo es cliché...

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    2. Bueno, clichés son clichés. No hay mucha vuelta que darle. Yo creí que eran buscados, puestos a propósito por vos. Es válido usarlos, de una forma diferente o de cualquiera. El tema es que encajen bien. Y para mí en este texto están bien, más allá de que haya muchos. Todo está escrito; pero no todo es cliché, no creo que sea así.

      A mi me gustó, eso es lo que puedo decir de este texto.

      Abrazo!

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    3. el mismo anonimo2 de mayo de 2012, 15:52

      no se a mi me resulta que si bien todo puede estar escrito hay ciertos textos que tienen el camino escrito por otros y le quitan a su creador la magia de la creacion.
      El pibe que trabaja de mandadero en su bicicleta que va a la casa de la señora semi bruja golpea no atiende nadie se manda por una puerta semi abierta ¿quien hace eso? lo unico que salva al texto de ser malo creo que es el final

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  6. De lo mejor que eh leído en este blog.

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    1. Uh! El manso leyendo algo que no haya escrito él... milagro! jajajaj que honor tenerlo por acá!!! Besitos

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