lunes, 2 de julio de 2012

El robo.



Cuando entré a la oficina Elena luchaba encarnizadamente para lograr destrabar la correa y bajar persiana. Después de preguntarle si necesitaba ayuda, la cual ella agradeció pero rechazó, descargué la cartera sobre el escritorio y agarré mi taza. Observando los restos de café en el fondo del recipiente, atravesé el pasillo que va hasta la cocina; siempre imagino que así se debe ver el petróleo: negro y espeso. Mientras caminaba el largo corredor fui entregando sonrisas a modo de saludo en cada uno de los escritorios donde, detrás de torres de papeles, se asomaban algunos rostros humanos. El líquido negro con que llené la taza apenas sabía a café, pero estaba caliente, eso era una bendición suficiente; lo endulcé bastante.
Volví a la oficina intentando recordar qué tareas habían quedado pendientes del día anterior. Elena había logrado cerrar la persiana y la habitación estaba en penumbras. Las lámparas sobre los dos escritorios estaban encendidas e iluminaban apenas una parte de la cantidad de papeles que había sobre cada uno de ellos. Desde el techo, las aspas del ventilador cubiertas de polvo se movían resignadas.
Elena era una mujer llamativa y podía imaginar que había sido atractiva cuando joven; pero estaba demasiado gorda. El cuello tenía el mismo ancho que la cabeza, y la papada se plegaba varias veces antes de llegar a la garganta. Sus enormes pechos llenaban cualquier blusa y hacían que los botones estuvieran siempre a punto de soltarse. Las piernas apenas entraban entre los apoya brazos de la silla y sus caderas, cuando caminaba, parecían tener vida propia. Elena tenía ojos grandes, pelo negro que apenas le tocaba los hombros y labios siempre pintados. Era responsable, trabajadora y tenía humor suficiente para intercambiar opiniones ácidas sobre el resto de los compañeros de trabajo. Me costaba creer que una persona inteligente como Elena hubiese pasado toda la vida trabajando en ese lugar. Alguna vez intenté preguntarle cómo había llegado al Ministerio, pero ella no quiso hablar demasiado del tema. Esa era la reacción habitual de aquellos funcionarios que habían accedido a sus cargos por vías non-santas; es decir, por favores políticos o personales. Y en esos casos no tenía sentido seguir preguntando.
Lo único que detestaba de compartir la oficina con Elena era que siempre se quejaba del clima. Inexorablemente y sin depender de su estado de ánimo, todos los días expresaba un descontento diferente; con la temperatura —por alta o por baja—, la humedad, la lluvia, el viento o todo a la vez. Supongo que esa era la forma que encontraba para canalizar otros fastidios que la aquejaban, pero la repetición diaria me resultaba particularmente tediosa. 
—Insoportable el calor ¿verdad? —me dijo Elena mientras se abanicaba con la tapa de un expediente.
—Si, la verdad que está bravo —respondí con desgano mientras miraba las pequeñas hendijas luminosas entre las tablillas de la persiana. Eran pequeños puntos de luz que formaban líneas horizontales, paralelas y brillantes.
Ya los había visto antes, los recordaba en el dormitorio de mi casa, en verano, cuando era niño. La ventana quedaba abierta toda la noche y buena parte de la mañana intentando que alguna brisa pasara por ella. Sobre el mediodía se escuchaba primero el chillido de la correa de la persiana, que era liberada desde la base, e inmediatamente el golpe de las tablillas contra las cerámicas que revestían la parte de arriba del antepecho. La secuencia de sonidos se repetía tres veces. Primero la ventana de la entrada, después la del escritorio y finalmente la de mi cuarto. En un instante, mi habitación pasaba de la luminosidad más destellante a la oscuridad total cuando el último de los pequeños agujeros en la persiana desaparecía, se apagaba.
Poderoso, subido a lo más alto del cielo, el sol —que había quedado del otro lado de la ventana— lejos de resignarse comenzaba a alentar a su cómplice silencioso. Desde ese momento y hasta la noche el aire que flotaba en las habitaciones ya no se respiraba, se padecía. Era calor puro y omnipresente que el ventilador, también asfixiado, apenas lograba mover sin que esto sirviera de mucho.
Los lugares de la casa que daban al oeste; mi cuarto, el baño, la despensa y la cocina, pasado el mediodía se volvían inhabitables. De todos, mi dormitorio era el peor. Estaba junto a la entrada en la parte de adelante de la casa, tenía una puerta de doble hoja  —aunque no recuerdo que alguna vez se hayan abierto las dos— hacia el pasillo, piso de tablas de pinotea y una ventana grande con antepecho muy alto que daba a la calle. Sobre esa ventana daba el sol a pleno todas las tardes, desde fines de noviembre hasta bien entrado marzo. Ni la amarillenta cortina de tul, ni tampoco la cortina de enrollar de tablas de madera servían de mucho durante los meses que el sol se empecinaba en acosarnos. 
Claro que también recuerdo lo profunda que era aquella bañera, hasta se podía nadar en ella. Mi madre solía amenazar con remplazarla por "una ducha de sesenta por sesenta", argumentando que era muy grande, daba mucho trabajo limpiarla y además se gastaba demasiada agua. Solo tenía que llenarla con lo suficiente como para flotar un poco. Como el calefón permanecía apagado hasta la noche, esos baños de la hora de la siesta se hacían con agua fría, aunque en verano no lo era tanto. El caño recorría el tramo que iba desde la calle hasta el baño por encima del pretil, a la intemperie; donde el  sol de un mediodía de enero podía, no solo entibiar el agua sino también calentar las paredes o derretir el bitumen de las calles.
A veces nos quedábamos con Antonio y mi hermano toda la tarde debajo de la parra, mojados con la manguera. El silencio respetuoso de la siesta quebrado apenas por las chicharras y el aire pesado como un mundo hacían pasar el tiempo por el cuello de una botella. Como una buena sopa, el calor se iba haciendo más espeso a medida que pasaban los días —que podían parecer semanas— sin que un viento fuerte o una buena lluvia lograran ahuyentarlo.
Pero, ¿qué esto? En menos de una hora debo entregarle a mi jefe un inventario actualizado de todos los expedientes que están sobre su escritorio, y sin embargo estoy perdiendo el tiempo con una nostalgia absurda que además no estoy seguro si me pertenece. No es la primera vez que me pasa; muchas veces los recuerdos me toman por asalto y ni siquiera me doy cuenta. Por suerte hoy estaba atento y apenas me robaron una hora.



                                                                                  Miguel sanecasse

6 comentarios:

  1. Muy bueno, sobre todo la forma, las imágenes, las comparaciones - la de la sopa, excelentísima-. También cómo cambia la atmósfera de un lugar al otro y eso se acompasa con el ritmo de la escritura, porque en la segunda parte - la del recuerdo- el tiempo de la narración se detiene, se densifica en las descripciones, que además son bellísimas y me identificaron mucho.
    Una sorpresa el quiebre del cuento - genial lo de hacer aparecer al psje femenino y dejarlo ahí, suspendido, bien de oficina pública -, no así el final, un poco más esperado. Gracias, saludos!

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  2. me re gusto miguel, esta muy bueno el momento que describís a helena. también me gusto mucho el recuerdo, capas porque te conozco o porque me llevaste a un lugar familiar, no se si era la intención pero estuvo muy bien.
    abrazo

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  3. A me me gustó mucho. La parte del recuerdo, ¡muy buena!
    Felicitaciones.

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  4. Muy bueno Miguel, la verdad que un placer leerte, un abrazo grande!

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