domingo, 22 de julio de 2012

Nada es tan grave como la vida misma


Nada es tan grave como la vida misma

Marta llegó a su casa poco antes de las cinco de la tarde. Traía consigo unos papeles del trabajo y cosas para la cena de la noche que prepararía su marido. Iban a comer con unos vecinos de los que se habían hecho muy amigos. A esa hora todavía no había nadie en casa salvo Elena, su madre, y Pitágoras, su perro.
- ¿Mamá? ¿Estás en casa? – dijo ni bien abrió la puerta. Nadie contestó. Llamó a Pitágoras, pero tampoco respondió a su llamado. No había nadie. Estaba sola. Su marido debía estar regresando del trabajo. Marta dejó los papeles encima de una mesita ratona y luego buscó en su bolso los cigarrillos. Encendió uno y se dejó caer en el sofá. Tenía una mano apoyada sobre su frente mientras que en la otra sostenía el cigarro. La levantaba con mucho esfuerzo para acercar el cigarro a la boca y la dejaba caer enseguida sobre el respaldo luego de pitar. Cuando terminó de fumar se quedó un rato más en el sillón y cerró un poco los ojos. Al rato se levantó, agarró los papeles de la mesa y fue hasta el cuarto. No tenía ganas de que los vecinos fueran a comer esa noche. Fue ocurrencia de su marido. Dejó las cosas en la cama y se tiró. Se durmió por unos minutos. Se levantó, fue al baño, se mojó la cara y se dio cuenta que debía limpiar el baño. Suspiró. Cuando salió volvió al cuarto y se puso a pensar qué se iba a poner para la cena. Escuchó ruidos en la sala.
- ¿Mamá? ¿Sos vos? – dijo.
- Si, Martita, soy yo – dijo su madre.
- Me estoy vistiendo, mamá. Ya voy.
- Bueno. Tengo un mate pronto.
- Ahora voy, mamá. Tengo algo que contarte.
Se puso una camiseta y un vaquero y fue hacia la sala. Su madre estaba sentada en un sofá con Pitágoras sobre sus pies.
- ¿Cómo estás, Martita? – dijo su madre sonriendo.
- Un poco cansada. Pero bien.
- ¿Qué es lo que me ibas a contar?
- Nada, que hoy vienen los vecinos a comer. – hizo un corto silencio; se llevó una mano a la cabeza. – Y que renuncié.
- ¿Cómo que renunciaste? – dijo su madre sorprendida.
- Si, renuncié.
- ¿Pero por qué? ¿Lo hablaste con Fernando aunque sea? ¿Sabe algo de esto?
- No, no sabe.
- Ay, Martita. ¿Por qué hiciste eso? ¿Te pasó algo en el trabajo?
- Me sentía cansada, mamá, eso es todo. Me sentía muy cansada. – Se puso a llorar, su madre le acarició la cabeza.
- Bueno, ahora descansá y cuando puedas buscá otro trabajo. ¿Seguro que pueden mantenerse con el sueldo de Fernando?
- Capaz que vamos a necesitar de tu ayuda. Por lo menos hasta que yo consiga un trabajo.
- Está bien, no me molesta. Pero no quiero que hagas estas cosas así como así, ¿me entendiste?
- Si, mamá.
Se quedó por unos segundos recostada sobre los muslos de su madre. Luego dijo:
- Voy a lavar el baño. Tengo que dejarlo limpio para la comida de hoy.
Fue al baño, buscó el lampazo, unos trapos, los guantes y unos productos de limpieza. Mientras limpiaba, pensaba en que ahora que no tenía trabajo iba a tener mucho tiempo libre. Hacía mucho tiempo que trabajaba. Es más, hacía dos años que no tenía licencia. Refregaba la ducha con fuerza y pensaba en lo que diría su marido. Seguro se iba a enojar, pero nada que un par de buenas noches de sexo no pudieran arreglar. Seguro que ahora estando más descansada iban a revivir el sexo. Iban a dejar de hacerlo unas dos o tres veces por semana para hacerlo casi todos los días y probablemente más de una vez los fines de semana. Se rió. Al rato llegó su marido. Escuchó que la puerta se abría y se cerraba y que su marido saludaba a su madre y le festejaba a Pitágoras.
- Estoy acá – gritó ella. – En el baño.
Él no respondió, no debió escucharla. Marta siguió limpiando. Refregaba con fuerza unas partes del bidet. De repente, el perro se puso a ladrar en la sala. Ladraba y lloraba. Nadie le abría y Marta se impacientaba. Estuvo ladrando por un par de minutos.
- ¡Alguien que le abra la puerta al perro! – dijo mientras se levantaba.
Nadie le respondió. La televisión estaba encendida, su marido seguro estaba en la cocina leyendo el diario y su madre debía andar por ahí cerca. Su madre nunca salía de la casa. Muy pocas veces lo hacía. Decía que le dolían mucho los huesos como para moverse. Marta odiaba escuchar a su madre decir que le dolían los huesos, nunca había tenido ningún problema en los huesos ni un accidente así que no sabía por qué se le metía eso en la cabeza. Incluso habían ido al médico pero tampoco le encontraron nada. Debe ser una simple consecuencia de la vejez, le había dicho el doctor. Marta no entendía como a una persona le podían doler los huesos. Es decir, no podía entender como alguien podía darse cuenta de que le dolían los huesos. El perro seguía ladrando. Y ella limpiando el baño. El ladrido le taladraba la cabeza, que le dolía muy fuerte sobre el lado izquierdo.
- ¡Pero puede ser cierto! – gritó y se acercó al pasillo. - ¡La puerta! ¡Ábranle la puerta el perro!
- ¡Ya va! – gritaron desde la sala.
Marta no reaccionó en el instante, pero se dio cuenta de que la voz no le pareció familiar. No era ni de su madre ni de su marido. ¿De quién era entonces? La puerta se abrió y se cerró, y los ladridos de Pitágoras se perdieron a lo lejos. Al rato, Marta fue por el cuarto, por la cocina, salió para afuera y vio al perro, pero ni rastros de su marido o su madre. Volvió adentro y terminó de lavar el baño. Unos minutos después aparecieron por la puerta.
- ¿Dónde estaban? – preguntó. – Me duele la cabeza. ¿Ustedes dejaron salir al perro?
- Sí, yo lo dejé salir. – dijo Fernando. –Fuimos a comprar unas cosas que faltaban para la comida.
- ¿Unas cosas que faltaban? Pero si yo traje todo.
- Hmm, en realidad no, mi amor. Te olvidaste de algunas verduras y también del aceite. Pero no importa, ya fuimos nosotros.
- ¿Y vos mamá estás saliendo más de casa o me parece a mí? – dijo mirando a su madre que había ido a la cocina para comer una manzana. – ¿Te duelen menos los huesos?
Ella se encogió de hombros y no prestó atención a lo que Marta le dijo. Su hija siempre le tomaba el pelo con lo de sus huesos.
- Bueno, ¿te puedo ayudar en algo? – le preguntó a su marido.
- No, no. Me encargo yo. Descansá, que tenés una cara terrible.
- Me voy a bañar. Y después tengo que hablar con vos.
- ¿No preferís hablar ahora?
- Después, después. Me duele mucho la cabeza. Necesito relajarme un poco. – Se acercó y le tocó la cara con sus manos.
Se fue al baño. Se paró en la puerta. El olor a limpio le invadió por la nariz. Quedó reluciente, pensó. Fue al cuarto, abrió el cajón de su mesa de luz y tomó una aspirina para el dolor de cabeza. Luego volvió al baño, se desvistió y vio que la toallita que llevaba puesta no estaba manchada de sangre.
- Puta madre – se dijo. – Ya debería haberme bajado.
El baño le hizo bien, cuando salió se sentía más despierta y el dolor de cabeza había pasado un poco. Fue a la cocina y abrazó a su marido por las caderas. Recostó su cabeza sobre la espalda y le dio un beso en la nuca.
- Ya vengo. – le dijo. - Tengo que ir a comprar unas cosas para mí a la farmacia.
- Bueno, pero no te demores. Aquellos ya deben estar por venir.
- No, vuelvo enseguida.
- Lleváte el auto.
- No, tengo ganas de caminar. Está lindo para caminar.
- Como quieras – dijo Fernando. Dejó el cuchillo que tenía, se dio vuelta y la abrazó. Ella lo apretó fuerte y cerró los ojos con firmeza. Lo separó y le sonrió.
Mientras iba por la calle pensaba en cómo decirle a su marido que había renunciado. Luego recordó que la toallita no se había manchado. No querían tener hijos. ¿Cómo había sucedido? ¿Cómo podía ser que se hubiera quedado embarazada si ellos se cuidaban? No puede ser, pensó, es un simple retraso. Llegó a la farmacia, entró, compró el test y se fue. De camino a su casa sintió que no podía aguantar la ansiedad, así que entró en un bar que encontró y pidió para pasar al baño.
- Al fondo a la derecha, querida – le dijo una mujer gorda.
Entró al baño, se sentó sobre el wáter y se hizo el test. Esperó un instante. Miró la hora, los vecinos ya debían estar en su casa. Comenzó a mover su pierna y a comerse las uñas. Estaba nerviosa. El test dio negativo. Suspiró y comenzó a reír. Reía a carcajadas. No podía creer lo idiota que había sido al pensar que podía estar embarazada.
- Era imposible - se dijo.
Se miró en el espejo y negó en la cabeza mientras una sonrisa se dibujaba en sus labios. Pensó que debía celebrarlo. Miró la hora. Se dio cuenta que era tarde pero no le importó. Se tomó una cerveza y le contó entre risas lo que le había sucedido a la gorda que le atendía.
- Fui una estúpida al ponerme tan nerviosa. – le dijo.
- Son cosas que pasan, querida. – dijo la gorda mientras lavaba un plato. – Mis tres hijos vinieron todos de rebote. Claro que tampoco nos cuidábamos mucho. Pasó nomás. Y hoy, veinticuatro años después, ahí los tenemos. Siempre en la lucha. Es un mundo cruel para los que vivimos el día a día, no te voy a mentir. Vas a ver que un día vas a cambiar de opinión y vas a querer tener hijos.
- Puede ser, pero ahora no lo quiero. De eso estoy segurísima. Dame otra cerveza.
El celular le sonó. Era su marido.
- ¿Dónde estás, Marta? – dijo él. Se le notaba enojado. – Hace rato ya que están acá los vecinos. ¡Vení ya!– y le colgó.
Marta saludó a la gorda y se fue. Cuando llegó a su casa, entró con una amplia sonrisa y les dio un beso a sus vecinos, sus nuevos y futuros mejores amigos, y luego se sentó y se sirvió un vaso de cerveza. Su marido la miraba un tanto molesto.
- ¿Dónde estabas? – le preguntó.
- Me encontré con Alicia, del trabajo, ¿te acordás? Me quedé charlando con ella y la acompañé hasta su casa. No me di cuenta del tiempo que había pasado hasta que me llamaste. – Le sonrió. Él también sonrió. – Bueno, ¿y ustedes qué cuentan de bueno? – dijo y miró a sus vecinos.
- Daniela consiguió trabajo nuevo – dijo Juan con una gran sonrisa tomándole la mano a su mujer. – Estamos muy contentos. Va a ganar casi el doble.
- Ay pero qué bueno. Felicitaciones – dijo Marta demostrando en realidad muy poca alegría. Recordó que ella no tenía trabajo. Que había renunciado. Se había olvidado que tenía que hablar con Fernando de ello. Se levantó despacio y fue a la cocina. Apoyó las palmas de sus manos en la mesada, agachó la cabeza y luego suspiró y puteó por lo bajo. Pitágoras apareció a su lado moviéndola la cola. Se sentó y la miró. Ella lo miró a él. Se puso a su altura y le tocó la cabeza. Quiso ser tan simple como lo era un perro. Quiso ser feliz solo con ver a una persona. Le lamió la cara y ella se rió. Le habló un poco y luego lo llevó con ella al patio. Él se acostó cerca suyo mientras lo acariciaba con uno de sus pies y tomaba una cerveza. Llamó a su marido.
- ¡Fernando! ¡Fernando! – gritó.
- ¿Qué pasó? – dijo él desde la puerta. – ¿Qué hacés acá? Pensé que estabas en el baño y que por eso demorabas.
Ella lo miró. Dio un trago a la cerveza.
- Sentáte – le dijo.
Él se sentó. También tomaba cerveza. La miró y le tocó el pelo. La acarició despacio.
- ¿Qué pasa? – le dijo acercando su cara.
- Nada, en realidad. Es solo una estupidez. Hoy creí que estaba embarazada ¿sabés? Llegué angustiada del trabajo y no me sentía muy bien. Cuando me fui a bañar vi que no me había bajado y pensé que, bueno, no sé, que estaba embarazada. Y no tiene lógica que haya pensado eso por las precauciones que tenemos. Pero igual lo pensé. Entonces fui a la farmacia, compré un test y me lo hice en el baño de un bar. Cuando vi que daba negativo me sentí muy aliviada. Pero ahora me entró cierta angustia. Y no sé, tengo ganas de llorar. No sé por qué. Abrazáme.
Se abrazaron. Él no entendía nada de lo que le sucedía, pero igual lo hizo. Ella, recostada sobre su pecho, se preguntó cuánto le quería, y si lo quería en realidad. Tal vez ahí, en ese momento, Marta se dio cuenta de su temor. Lo miró.
- Todo va a estar bien – dijo él. – Te quiero.
- Yo sé – dijo ella.
- Vamos para adentro que nos están esperando. Si no volvemos van a pensar que no queremos que estén acá.
Marta rió. Estiró sus brazos para que él la levantase. Fernando la agarró y la levantó. Luego volvieron para adentro abrazados. Ella le pasó un brazo por la cintura y él uno por sobre los hombros. Pitágoras les siguió moviendo la cola. Antes de entrar ella se detuvo y le dijo:
- Tengo otra cosa que decirte. Pero mejor lo dejamos para después ¿sí? Ahora solo quiero emborracharme.
- Está bien, mi vida. Estoy seguro que no es nada grave.

Martín Aguirregaray

3 comentarios:

  1. esta bueno el cuento don sigma, muchas gracias por participar del toman, mas en estos tiempos de crisis institucional. tatmbien le quiero pedir las disculpas del caso ya que me correspondia a mi subir los textos de invitados
    salud y saludos, lo esperamos pronto

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  2. Me gusto mucho sigma, me hizo cambiar de opinión mentalmente varias veces con respecto a la situación de marta. Por momentos imagine que era una cagada lo que le pasaba pero después me pareció que era verano y hacia calor y estaba especial para tomar cerveza y empezar de nuevo.

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  3. Me gustó. El relato está bien armado, se sostiene y entretiene.
    Estimado, le dejo un par de apuntes sobre unas frases que no me cerraron.
    - "(...) la cena de la noche". La cena usualmente es de noche.
    - "(...) los vecinos fueran a comer" Ella está en la casa así que sería más conveniente utilizar "vinieran". Lo último y no lo molesto más; antes y después de la raya (—), aunque usted utiliza el guión (-), que indica el diálogo, no corresponde el espacio. Aclaro que el texto es suyo y usted puede hacer con el lo que le plazca, lo mio es una humilde sugerencia. Ejemplo:
    —Estoy acá —gritó ella—, en el baño.
    O también puede ser:
    —Estoy acá —gritó ella. En el baño.
    ¿No queda más lindo?. Felicitaciones y saludos!

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