martes, 10 de julio de 2012

Hombre Tren


Le gustaba ir a ese barzucho a apuntalar el vicio. “Apuntalar”, verbo que le encantaba por musical y certero. “La bebida es perra…” le había dicho un viejo cantinero “…la mejor amiga del hombre”. “Del hombre melancólico…” le había faltado agregar.
Caminaba resguardado del frío en su viejo chaquetón, aquel bordado con un montón de parches para evitar que el viento se cuele sin permiso por los agujeros. Bordeaba las vías del tren, el bar quedaba dos cuadras más allá de la estación central.
Desde pequeño tenía cierta fascinación por lo trenes; “El Borda” (un amigo del barrio) sostenía que esa misma fascinación lo había convertido en el cocainómano empedernido que era ahora. “Lo tuyo es como más abstracto…” le decía “…ves unas líneas y las tenés que seguir”.
Tenía razón, siempre, como embobecido, tenía que seguir los rieles. Para colmo, su casa de toda la vida quedaba a cinco cuadras de donde pasaba el tren. Miles de veces salió de su hogar con un rumbo fijo pero al ver las vías de tren, su sangre hervía y preso de una fuerza incontenible, se veía obligado a desviarse del camino, a olvidar completamente hacia donde iba y cuando quería acordar se encontraba caminando (de nuevo) junto a los rieles.
A veces bastaba el silbido del vapor a la distancia para que en su cabeza aparecieran vías. Ni bien digería el sonido, tomaba cualquier abrigo (porque siempre hacía caso a su madre y salía bien abrigado) y salía rumbo a la estación.
A los doce años, cuando escuchó “Jacinta” por primera vez y escuchó a Mateo decirle que se apure porque se le iba el tren, no lo dudó dos veces, tomó su campera y enfiló como un rayo hacia donde corre el tren.
Bastaba la imagen de un tren, en un libro o en la tele, para salir disparado hacia los rieles. Recordaba muy bien que cuando lo llevaban en auto a la escuela y tenía que cruzar inevitablemente la vía, si su padre había calculado mal el tiempo y la barrera estaba baja, tenían que luchar abiertamente. Su padre durante un tiempo lo pudo controlar. Cuando chico, lo lograba neutralizar fácilmente. Era sostener con una mano el volante y con la otra a su hijo, mientras éste pataleaba y en ocasiones, se daba la cabeza contra el vidrio. Cuando la barrera finalmente subía, su padre aceleraba con tal fuerza que el auto iba escupiendo nubes de polvo por detrás. El niño, al dejar de ver las vías, giraba su cabeza hacia delante, hacia el horizonte y con los ojos llorosos, degustaba la angustia de no haber cumplido su deseo. Ni bien fue creciendo se hizo más fuerte y la sola mano del padre no bastaba para frenarlo. Se escapó muchas veces del auto y corría como una caballo desbocado al compás de las vías.
Ahora de grande, caminaba, bordeando las vías del tren. Las miraba como quien contempla una pared en blanco, como si ésta significara más allá de lo que es. Llegó al andén de la estación. En el correr de un minuto observó por última vez sus pies sobre las vías y enfiló hacia el barzucho, dejando las vías atrás, pisando calle y vereda.
Un cartel que decía “…AR” lo recibió, la B faltante hacía de barra para un borracho que chupaba vino cortado con frío afuera del bar. Saludó con un gesto de cabeza, quien se cría en barrio sabe que por respeto siempre hay que saludar, aunque no se conozca. El borracho ignoró el código barrial, estaba tan distraído sonriéndole a la luna (a través de su botella) que ni se percató de que alguien pasó a su lado y lo saludó.
El hombre tren ya estaba adentro, emborrachándose de humo de tabaco y del vapor humano que emanaban las otras locomotoras humanas.
El Borda lo saludó con la mano desde la puerta del baño y con la misma lo invitó a entrar.
Ahora en el baño aspiró con fuerzas, sobre el espejo acostado sobre la pileta, un tramo de vías blancas que la humanidad del Borda construyó para él. La revolución industrial comenzaba, a falta de carbón negro, el hombre tren se contenta con nieve blanca mientras prende un pucho, silba humo y transpira vapor.

Elugo

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