Le gustaba
ir a ese barzucho a apuntalar el vicio. “Apuntalar”, verbo que le encantaba por
musical y certero. “La bebida es perra…” le había dicho un viejo cantinero “…la
mejor amiga del hombre”. “Del hombre melancólico…” le había faltado agregar.
Caminaba
resguardado del frío en su viejo chaquetón, aquel bordado con un montón de
parches para evitar que el viento se cuele sin permiso por los agujeros.
Bordeaba las vías del tren, el bar quedaba dos cuadras más allá de la estación
central.
Desde
pequeño tenía cierta fascinación por lo trenes; “El Borda” (un amigo del
barrio) sostenía que esa misma fascinación lo había convertido en el
cocainómano empedernido que era ahora. “Lo tuyo es como más abstracto…” le
decía “…ves unas líneas y las tenés que seguir”.
Tenía
razón, siempre, como embobecido, tenía que seguir los rieles. Para colmo, su
casa de toda la vida quedaba a cinco cuadras de donde pasaba el tren. Miles de
veces salió de su hogar con un rumbo fijo pero al ver las vías de tren, su
sangre hervía y preso de una fuerza incontenible, se veía obligado a desviarse
del camino, a olvidar completamente hacia donde iba y cuando quería acordar se
encontraba caminando (de nuevo) junto a los rieles.
A veces
bastaba el silbido del vapor a la distancia para que en su cabeza aparecieran
vías. Ni bien digería el sonido, tomaba cualquier abrigo (porque siempre hacía
caso a su madre y salía bien abrigado) y salía rumbo a la estación.
A los doce
años, cuando escuchó “Jacinta” por primera vez y escuchó a Mateo decirle que se
apure porque se le iba el tren, no lo dudó dos veces, tomó su campera y enfiló
como un rayo hacia donde corre el tren.
Bastaba la
imagen de un tren, en un libro o en la tele, para salir disparado hacia los rieles.
Recordaba muy bien que cuando lo llevaban en auto a la escuela y tenía que cruzar
inevitablemente la vía, si su padre había calculado mal el tiempo y la barrera
estaba baja, tenían que luchar abiertamente. Su padre durante un tiempo lo pudo
controlar. Cuando chico, lo lograba neutralizar fácilmente. Era sostener con
una mano el volante y con la otra a su hijo, mientras éste pataleaba y en
ocasiones, se daba la cabeza contra el vidrio. Cuando la barrera finalmente
subía, su padre aceleraba con tal fuerza que el auto iba escupiendo nubes de
polvo por detrás. El niño, al dejar de ver las vías, giraba su cabeza hacia
delante, hacia el horizonte y con los ojos llorosos, degustaba la angustia de
no haber cumplido su deseo. Ni bien fue creciendo se hizo más fuerte y la sola
mano del padre no bastaba para frenarlo. Se escapó muchas veces del auto y
corría como una caballo desbocado al compás de las vías.
Ahora de
grande, caminaba, bordeando las vías del tren. Las miraba como quien contempla
una pared en blanco, como si ésta significara más allá de lo que es. Llegó al
andén de la estación. En el correr de un minuto observó por última vez sus pies
sobre las vías y enfiló hacia el barzucho, dejando las vías atrás, pisando
calle y vereda.
Un cartel
que decía “…AR” lo recibió, la B faltante hacía de barra para un borracho que
chupaba vino cortado con frío afuera del bar. Saludó con un gesto de cabeza,
quien se cría en barrio sabe que por respeto siempre hay que saludar, aunque no
se conozca. El borracho ignoró el código barrial, estaba tan distraído
sonriéndole a la luna (a través de su botella) que ni se percató de que alguien
pasó a su lado y lo saludó.
El hombre
tren ya estaba adentro, emborrachándose de humo de tabaco y del vapor humano
que emanaban las otras locomotoras humanas.
El Borda lo
saludó con la mano desde la puerta del baño y con la misma lo invitó a entrar.
Ahora en el
baño aspiró con fuerzas, sobre el espejo acostado sobre la pileta, un tramo de
vías blancas que la humanidad del Borda construyó para él. La revolución
industrial comenzaba, a falta de carbón negro, el hombre tren se contenta con
nieve blanca mientras prende un pucho, silba humo y transpira vapor.
Elugo
esta bueno, me gusto
ResponderEliminarelugo vamo arriba no te olvides del pago!
ResponderEliminarme gusto mucho.
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