André durmió, finalmente. No por muchas horas, sólo durante las que pudo contenerse, unas cinco horas y media.
Se despertó en el centro de la habitación, en el centro del suelo contracturado, frío, muy parejo para su espalda de hombre mono carcomido, alopécico, sin ímpetus ni ambiciones ya.
Se sentó, se descalzó, se tocó los pies y dolieron, se los miró con piedad infinita, como ahogando a un niño. Se volcó a su lado izquierdo torciendo el gesto, se agarró el hombro izquierdo con la mano derecha y las cervicales con la izquierda, se tocó la cara para seguir siendo él mismo, y se observó, tendido, mutilado de sus partes invisibles, recién vuelto de una muerte corta.
Divagó torpemente, surcó fantasías y recuerdos medio verdaderos, triunfó la incongruencia, la frustración del filósofo sin materia. Volvió en sí, otra vez estaba oscureciendo y lo último en su memoria era haberse sentado en el suelo a descansar, había salido a caminar en la noche, y volvía a pleno sol, casi muerto, cuadras como puñaladas, los pulmones cansados de empujar, los ojos perdidos, y una sensación de estar demasiado liberado, desnudo, en caída libre hacia un abismo cáustico. Lo había conseguido.
Ahora no quiere preguntarse que fueron esos pasos, sería profano, y esquiva el único espejo, el del baño. Se mira las manos y siguen siendo las suyas, aunque ahora los dedos parezcan moverse, y parezcan querer poner al mundo en pelotas y corromper templos fatuos. Embadurnados en grasa de cerdo, claro, para que el cura no sospeche.
André estaba bien, pero no lo disfrutaba, seguían ahí los muertos pendientes, las preguntas en tono imposible, apuntándole con sus rostros hermosos. Y el esfuerzo por ignorar esas voces dulces, platónicas, era tan desagradable y desgastarte como interrogarse.
Sumido en sus catacumbas, seguido por delirios y supuestos fantasmales, va entre telas de araña y piedra helada. André no quiere buscar, no quiere preguntarse, por respeto o miedo, o amor, o aversión. Y así se busca y se pregunta cómo, incauto, y no se contesta, se mira, se tantea, se intenta, se aprecia a contraluz, cerrando un poco los ojos, frunciendo el ceño, la boca, corriendo en tiempo prestado, buscando un lado cóncavo y una sombra para esconderse de la memoria.
Camilo Disparate
"se los miró con piedad infinita, como ahogando a un niño" y "Embadurnados en grasa de cerdo, claro, para que el cura no sospeche"; dos de las frases más humorísticas y retorcidas que ha visto el toman... Señor Disparate, no me asombraría que me dijeras que este es un retrato del mismísimo André Breton... Por más disparates! Salud!
ResponderEliminarSí, no pude contenerlos. Pídalo nomas y le apilo una montaña de mal gusto satírico.
ResponderEliminarGustó! Queremos más, vamos pa su blog!
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