Con
un gesto el doctor Kollmann me indicó que me sentara en un pequeño living que
estaba junto a la ventana; una alfombra, tres sillones y una mesita. Mientras me
acomodaba, él se acercó a la pared y corrió una de las puertas que estaban
debajo de las estanterías.
—Voy
a tomar un trago, ¿me acompañás?
No
tenía ganas y además estaba seguro que no me iba a invitar ni un refresco, ni
un vaso con agua, sin embargo, a veces el invitado no puede dejar a su anfitrión
bebiendo solo, por lo que más allá de lo que se me antojaba acepté.
—Un
trago nos va poner en ambiente ¿no te parece? —me preguntó al tiempo que se
puso en cuclillas y metió la mano en la alacena que estaba empotrada en la
pared.
—Si,
claro —respondí.
El
doctor Kollmann apartó un par que estaban adelante y estirando el brazo sacó
una de las botellas del fondo y la apoyó en la mesa junto a una caja. Mientras
traía los vasos, aproveché para girar la botella y ver la etiqueta: MacAllan
Fine Oak 18 años. Nunca la había
visto.
—Lamentablemente
los problemas no se resuelven aplicando siempre la misma lógica —explicó el
doctor Kollmann mientras quitaba el lacre de plástico que cubría el cuello de
la botella—. A veces, para ver ciertas cosas con más claridad, uno debe
desenfocar la situación, quitarle la lupa, buscar otra nitidez, otro enfoque.
Justamente ahí es cuando una copa ayuda, para mirar las cosas con otra
perspectiva.
—Eso
siempre que uno no beba demasiado. Porque los borrachos, lejos que resolver
problemas, suele provocarlos —respondí.
El
doctor Kollmann hizo un gesto de extrañeza y giró la tapa. Un pequeño chillido me
llamó la atención; la botella tenía tapón de corcho.
—Eso
es relativo estimado Miguel —dijo el doctor Kollmann mientras servía una medida
muy generosa en cada vaso—. Una borrachera en el momento adecuado puede
solucionar un problema, ¿o acaso no fue eso lo que salvó a Borges?
Hurgué
rápidamente en mi cabeza y un par de cuentos de Borges, donde los tragos juegan
un papel medular, se me vinieron a la cabeza. Pero mi curiosidad por saber a
cual se refería pudo más y entonces le pregunté:
—¿A
Borges?
—Así
es —el doctor Kollmann hizo una pausa, tomó un sorbo y agregó—. A Borges un
trago, o mejor dicho, varios tragos le salvaron la vida.
—¿Si?
—pregunté con más curiosidad.
—Antes
de ser quién fue, Borges tuvo intenciones de suicidarse. Supongo que por algún
despecho o algo por el estilo. Entonces se compró un revólver, una botella de
ginebra y una novela policial que ya había leído, para no entusiasmarse con el
final y así fallar en sus intenciones, y se fue a un hotel que estaba a las
afueras de la ciudad. Tirado en la cama se puso a leer y tomar ginebra mientras
el arma esperaba en la mesa de luz. Por suerte la ginebra hizo efecto rápido y
Borges, borracho como un cosaco, se quedó dormido. Al otro día, la resaca era
tan grande que las penas y el arma ya no le interesaban.
Quedé
en silencio un instante y con tono serio comenté:
—Es
un buen ejemplo, pero en realidad nunca sabremos si lo que salvó a Borges fue la
ginebra o el libro.
El
doctor Kollmann esbozó una sonrisa y llevó la conversación a otro lado.
—¿Estás
escribiendo en algún lado?
—Casi
nada. De vez en cuando publico alguna cosa en la revista Todos todos, que es de unos conocidos, pero nada más que eso.
—Pero
estás trabajando en el ministerio, ¿correcto?
—Si,
ya hace casi un año —contesté con desgano.
—¿Y?
¿Es el ministro tan incapaz como todos dicen?
—Se
quedan cortos. Igual no creo que sea incapacidad, es algo más parecido a
la… —hice una pausa buscando las
palabras que retrataran mejor lo que tenía en la cabeza— digamos que el
ministro tiene un entusiasmo, casi adolescente, por las superficialidades.
—¿Eso
se parece mucho a la definición de estupidez?
—Si,
algo de eso hay —contesté sonriendo—. Pero mirá que lo peor no es el ministro, eso
es lo todo el mundo ve. Lo peor está en la secretaría general, ahí si que la estupidez
te pasa por arriba. Por momentos es hasta bizarro ver como y porqué se
resuelven algunas cosas; todos son favores. No hay que molestar a nadie, no hay
que meterse en ninguna chacrita ajena.
—¿Y
que haces trabajando ahí? —preguntó el doctor Kollmann con tono preocupado.
—No
se, la verdad me lo pregunto seguido—respondí dejando escapar cierta angustia—.
Paga mis cuentas, supongo que eso es
suficiente por ahora.
El
doctor Kollmann quedó en silencio por un instante. Aproveché para tomar un
largo sorbo del whisky. El aroma era agradable y el sabor suave; pero al tragar
la sensación fue diferente. De repente una tibieza me abrazaba la garganta, se
desparramaba por el cuello y llegaba a hacerme cosquillas hasta en la nuca.
Entonces el doctor Kollmann agarró la caja que estaba en la mesa y dijo:
—Bueno Miguel,
vayamos a lo nuestro. Te preguntarás para que te hice venir con tanta urgencia,
¿verdad?.
Miguel Sanecasse.
me re gusto, esta genial como llevas la historia, espero la parte III,
ResponderEliminar" De repente una tibieza me abrazaba la garganta, se desparramaba por el cuello y llegaba a hacerme cosquillas hasta en la nuca" muy bueno
abrazo
Más que en Borges, pienso en los rusos: Gogol, Tolstoi. Desesperante relato. Muy bueno, sobre todo cuando el personaje es más importante que las referencias. Esto de las entregas a lo folletín me entusiasma mucho.
ResponderEliminarTa barbaro Miguel, tremendo pulso eh
ResponderEliminaraaaaa !! cuanta intriga me dejó esta segunda parte. Las descripciones que haces son a mi parecer excelentes, puedo ver el lugar, el whisky, escuchar cómo hablan. ¡Esperaré la tercera!
ResponderEliminarMari