A la mañana siguiente todo parecía ser una estela de
un viejo sueño que se repite, se repite y se repite hasta que un día, como por
arte de magia no vuelve mas y su dueño entiende que es momento de dejarlo ir.
Poco le importaban ya los riñones, el medicamento y todo eso que venia pasando.
De un vacío espeluznante a una plenitud
totalizadora.
Radical cambio
había experimentado este personaje, demasiado como para ser cierto, real, o más
bien, genuino. Esa mañana un compañero del trabajo lo noto. Se le acerco y le
hablo como un amigo que no era. Le dijo que lo notaba un poco exaltado, le
pregunto por su salud, por su animo. Osvaldo, preso de una vorágine de locura,
no mintió. Lejos de percibir su juicio
nublado, sostenía una sospechosa certeza de que todo se había acomodado. Cargaba
con toda un sinfín de argumentos y artimañas, de esas que todos sabemos como
emplear para no ver. El estaba bien y punto.
Por la tarde llamo a su padre y coordinaron ir a
cenar. Alberto prefería que fuera en su casa, pero ante la insistencia de
Osvaldo no lo dudo ni un ínstate, estaba muy contento como para discutir,
quería ver a su hijo. Aquel sentimiento de tristeza no lo había dejado solo ni
un instante. Acovijado en su corazón, sin remedio posible fue su sombra ese
día. Lo siguió en su aseo matinal, mientras calentaba un café, en el ascensor y
tan fuerte era que no se volvió haragán,
lo acompaño al trabajo. Como no lo logro perder para el almuerzo, apuro sus
tramites y decidió que un poco de ejercicio era lo que le estaba
faltando.
Alberto solía pasar por el gimnasio, a nadar primero
y luego a jugar paleta vasca, era una vieja costumbre familiar. Lejos estaba el
apellido Garcilazo de de ser vasco, pero eso era algo que se negaba a creer su
abuelo, un vasco de nacimiento espontáneo. El decía que era mas vasco que
cualquiera porque siendo otra cosa en plena panza de su madre se había
convertido y cuando le dijeron para que se pusiera un apellido vasco dijo con
orgullo y un poco de ira “Garcilazo es más vasco que los vascos”. Una frase un
tanto pobre pero que resumía en concreto el sentir de ese hombre, ya no le
importaban los modos, ni los medios, el era un vasco por decreto.
Osvaldo no logro hacerse un tiempo en el trabajo y no
pudo concurrir a su cita con el deporte. Los jueves, en la cancha del barrio se
armaba un poco de basketball o futbol, dependía del humor, la gente y sobre
todo de la pelota que aparecía. Prefería no faltar, no solo por el tema del
ejercicio, sino por todo lo que una actividad deportiva trae una vez
finalizada. Camarería, cerveza, chistes y un poco de fanfarroneo.
A las 8:15 sonó el timbre, era simple y aburrido, muy
discreto. Era un aviso suave, sutil, un leve roce en el hombro. Osvaldo miraba
futbol. Se levanto con cierta parsimonia un tanto cómica. Parecía que su cuerpo
era expulsado por el asiento con un tanto de violencia y lo siguió un baile de
sus caderas para estabilizar el movimiento. El mismo pareció notarlo porque
cuando le abrió la puerta a su padre es estaba riendo.
¿Cuánto hay de Tito en este cuento?. Creo que mucho. Lo voy a seguir. Me interesa mucho saber cómo termina...
ResponderEliminarComo dije antes, me gusta esta historia, me gusta meterme en ese mundo, esa sensación de estar mirando la vida de algunas personas en un balcón a través de una ventana. Me parece igual, tito, que esta entrega está un poco desprolija, como que la mandaste a la cancha así con los championes desatados y la camiseta toda por afuera.
ResponderEliminarPero una vez que está adentro se defiende como todos.
Entonces, que sigan viniendo, que acá los esperamos.
Hermoso capítulo guri, me llenó de alegría.
ResponderEliminarAbrazo y gracias!