Otra

                                La otra es la muerte. Aparte de la muerte, la soledad más explícita es la de después de haber amado.

 Enseguida después del amor (no el que conocía, al que se había acostumbrado sino una forma más áspera, en donde el azar y el desencuentro eran actores activos igual que la voluntad o la experiencia, apenas por momentos violento, destructivo: la había llamado puta en silencio, con el movimiento de los labios y le había cinchado el pelo hasta oírla quejarse del dolor) volvían a la vergüenza, a la conciencia de los cuerpos desnudos, a la soledad.   

 Su primer impulso fue cerrar los ojos y dormir. No pudo evitar mirarla, no pudo evitar que sus miradas se crucen: era como mirarse por primera vez. La vio taparse con las sabanas  y se acordó de cuando era niño y las usaba como un escudo de papel en la oscuridad del cuarto.

Se incorporó en la cama. Encendió un cigarrillo y se entretuvo en ver cómo el humo ascendía hasta el cielo del techo y se estacionaba ahí como nubes. Pensó que su cigarrillo encendido era la única estrella en la noche del cuarto.

A la verdad solo puede seguir el silencio

  Desconozco el motivo, la circunstancia que los habrá movido a hablarse, ignoro quién de los dos habrá motivado en ese momento el diálogo. (Yo no sabía quién era él cuando estaba con ellas, qué anécdotas contaría, qué importancia le daría a los silencios, en fin, detrás de qué máscara se alumbraba). Se que a él le sorprendía que las palabras no se perdieran en la penumbra, que no se sintieran intimidadas por la agresividad de los olores que sus cuerpos seguían desprendiendo.

  Sin saber por qué, algo (una palabra, un gesto, cierta forma del pudor) le recordó a la otra, a la mujer parecida a la rutina y a las costumbres del amor.

 Comenzó a contarle cosas de ella, de manera irrefrenable: entre risas le contó cómo le fastidiaba el hábito de ella de dejar la pasta de dientes destapada y el de cortar mal los sobres de mayonesa (se dio cuenta en ese momento que las malas costumbres de los que amamos existen solo para exaltar la nostalgia).

  Le confesó que a veces le venían unas ganas locas de tener un hijo con ella.

  La imaginó durmiendo y tuvo ganas de estar acostado a su lado.

  Si un día nos dejáramos tengo miedo de no saber más quién soy, le dijo, y ya no pudo hablar más.  

 Casi pensó en decir te amo como antes había dicho puta.

  Lo terrible de la soledad es que se parezca tanto a encontrarse a uno mismo.  

 

 A su lado la mujer no podía mirarlo. Si en este momento me toca, pensó, sin poder llegar a un acuerdo, me pongo a gritar hasta oír voces en los pasillos o lo abrazo hasta que se quede dormido.

 El miró hacia su costado y vio la mirada de ella, brillando, clavada como una cruz contra la pared. Creyó verla llorar a su lado, imaginó las lágrimas de ella queriendo desaparecer las manchas de suciedad de las sábanas, la soledad pesando como un cuerpo en medio de la cama.

                                                     Seoane