Suena el despertador a las 9:20 a.m. como todos los días. Abro mis ojos y las rendijas de la persiana dejan entrever que afuera está nublado. Maldita alergia. Me despierto con la nariz tapada, con los ojos llenos de lágrimas, rojos como los de Terminator. Salir de la cama es un martirio, me cansa mover la pierna izquierda hacia abajo para dar ese primer paso a la rutina. Trabajar. Dejar la protección de mis sábanas para exponerme a las vicisitudes de este mundo. Pisar con mis pies descalzos las frías baldosas del pasillo para llegar al baño, donde veo en el espejo mi desfigurada cara, asimétrica, aburrida, destrozada por un sueño que ya ni recuerdo. Me mojo la cara, pero nada me saca la marca de la almohada, parece tatuada en la piel, un recordatorio de algo que me trajo placer pero que se acabó tan rápido como empezó. Me ducho. Me seco. Miro mi cuerpo y veo que tengo veinticuatro años, muy mal llevados. Tengo panza, me siento incómodo, pero en el fondo sé que no voy a hacer nada al respecto porque me falta la disciplina para llevar a cabo una rutina de ejercicios. Trato de justificarlo, diciéndome que no me importan esas cosas, que hay problemas más importantes de los cuales preocuparse. Una vez terminada mi sesión de auto-engaño, voy a mi cuarto y elijo la ropa que me voy a poner. Me detengo en los tres jeans que tengo: negro, azul oscuro y azul claro. Pienso en opciones que combinen, pero a la vez pienso que es inútil reflexionar al respecto, porque poco importa que ropa me ponga, no voy a subir mi autoestima con una camisa. Termino poniéndome cualquier cosa arriba. Consulto mi celular para ver cómo va a estar el clima en el día. ¿Para qué? Si igual siempre le erran. Salgo al pasillo y mis gatas comienzan a chillar pidiendo comida. Son cuatro, pero sólo dos gritan. El sonido retumba en mi cerebro, no me deja pensar, me bloquea y como resultado termino enojado con ellas y conmigo por el grito de “¡cállense!” que sale de mi boca antes que pueda frenarlo. Pongo comida en sus platos. Agradezco el silencio. Leche, taza, microondas, un minuto. Pan, tostadora, dos minutos. Agrego café, azúcar, revuelvo, tomo. Manteca, mermelada, como. Saco una botella de jugo de naranja y tomo un buche del pico. Vuelvo a mi cuarto y apronto la mochila. Guardo los lentes de ver, saco los de sol. Saco los últimos veinte pesos de la billetera para el ómnibus (ese contenedor de mugre, un infierno sobre ruedas). Comienzo a pensar en lo que me espera en el día: ocho horas, editando, frente a una computadora, otra nota a algún músico uruguayo de moda o que está por sacar un disco; un desperdicio de vida, una catástrofe de potencial desaprovechado. Se me parte una patilla de los lentes. Grito como alguien que acaba de perder un dedo, sin percatarme que en el cuarto de al lado, mis amigos aún duermen. Derrotado por las circunstancias, arrojo los lentes a un lado, maldigo a todas las ópticas del mundo y por el rabillo del ojo veo mi celular. Noto algo extraño. Domingo 11 de diciembre ¿Qué? No, imposible. Miro de nuevo. No puede ser. Miro la computadora. Domingo 11 de diciembre. No lo puedo creer. ¡Mañana es lunes!
CeroUno
Ese lente.
ResponderEliminarExcelente de principio a fin me gusto muchísimo.
ResponderEliminarBuen trabajo cerouno.
ResponderEliminarmuuy bueno
ResponderEliminarme gustó cero uno. me gusta cómo escribís aunque estés un poco mal viajada con la vida
ResponderEliminarme confundí de letra, donde decía viajada debió decir viajado. no te estoy tratando de minita
ResponderEliminaresta bueno don cerouno
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