Nada es tan grave como la vida misma
Marta
llegó a su casa poco antes de las cinco de la tarde. Traía consigo unos papeles
del trabajo y cosas para la cena de la noche que prepararía su marido. Iban a
comer con unos vecinos de los que se habían hecho muy amigos. A esa hora
todavía no había nadie en casa salvo Elena, su madre, y Pitágoras, su perro.
- ¿Mamá? ¿Estás en casa? – dijo ni bien
abrió la puerta. Nadie contestó. Llamó a Pitágoras, pero tampoco respondió a su
llamado. No había nadie. Estaba sola. Su marido debía estar regresando del trabajo.
Marta dejó los papeles encima de una mesita ratona y luego buscó en su bolso
los cigarrillos. Encendió uno y se dejó caer en el sofá. Tenía una mano apoyada
sobre su frente mientras que en la otra sostenía el cigarro. La levantaba con
mucho esfuerzo para acercar el cigarro a la boca y la dejaba caer enseguida
sobre el respaldo luego de pitar. Cuando terminó de fumar se quedó un rato más
en el sillón y cerró un poco los ojos. Al rato se levantó, agarró los papeles
de la mesa y fue hasta el cuarto. No tenía ganas de que los vecinos fueran a
comer esa noche. Fue ocurrencia de su marido. Dejó las cosas en la cama y se
tiró. Se durmió por unos minutos. Se levantó, fue al baño, se mojó la cara y se
dio cuenta que debía limpiar el baño. Suspiró. Cuando salió volvió al cuarto y
se puso a pensar qué se iba a poner para la cena. Escuchó ruidos en la sala.
- ¿Mamá? ¿Sos vos? – dijo.
- Si, Martita, soy yo – dijo su madre.
- Me estoy vistiendo, mamá. Ya voy.
- Bueno. Tengo un mate pronto.
- Ahora voy, mamá. Tengo algo que
contarte.
Se
puso una camiseta y un vaquero y fue hacia la sala. Su madre estaba sentada en
un sofá con Pitágoras sobre sus pies.
- ¿Cómo estás, Martita? – dijo su madre
sonriendo.
- Un poco cansada. Pero bien.
- ¿Qué es lo que me ibas a contar?
- Nada, que hoy vienen los vecinos a
comer. – hizo un corto silencio; se llevó una mano a la cabeza. – Y que
renuncié.
- ¿Cómo que renunciaste? – dijo su madre
sorprendida.
- Si, renuncié.
- ¿Pero por qué? ¿Lo hablaste con Fernando
aunque sea? ¿Sabe algo de esto?
- No, no sabe.
- Ay, Martita. ¿Por qué hiciste eso? ¿Te
pasó algo en el trabajo?
- Me sentía cansada, mamá, eso es todo. Me
sentía muy cansada. – Se puso a llorar, su madre le acarició la cabeza.
- Bueno, ahora descansá y cuando puedas
buscá otro trabajo. ¿Seguro que pueden mantenerse con el sueldo de Fernando?
- Capaz que vamos a necesitar de tu ayuda.
Por lo menos hasta que yo consiga un trabajo.
- Está bien, no me molesta. Pero no quiero
que hagas estas cosas así como así, ¿me entendiste?
- Si, mamá.
Se
quedó por unos segundos recostada sobre los muslos de su madre. Luego dijo:
- Voy a lavar el baño. Tengo que dejarlo
limpio para la comida de hoy.
Fue
al baño, buscó el lampazo, unos trapos, los guantes y unos productos de
limpieza. Mientras limpiaba, pensaba en que ahora que no tenía trabajo iba a
tener mucho tiempo libre. Hacía mucho tiempo que trabajaba. Es más, hacía dos
años que no tenía licencia. Refregaba la ducha con fuerza y pensaba en lo que
diría su marido. Seguro se iba a enojar, pero nada que un par de buenas noches
de sexo no pudieran arreglar. Seguro que ahora estando más descansada iban a
revivir el sexo. Iban a dejar de hacerlo unas dos o tres veces por semana para
hacerlo casi todos los días y probablemente más de una vez los fines de semana.
Se rió. Al rato llegó su marido. Escuchó que la puerta se abría y se cerraba y
que su marido saludaba a su madre y le festejaba a Pitágoras.
- Estoy acá – gritó ella. – En el baño.
Él
no respondió, no debió escucharla. Marta siguió limpiando. Refregaba con fuerza
unas partes del bidet. De repente, el perro se puso a ladrar en la sala.
Ladraba y lloraba. Nadie le abría y Marta se impacientaba. Estuvo ladrando por
un par de minutos.
- ¡Alguien que le abra la puerta al perro!
– dijo mientras se levantaba.
Nadie
le respondió. La televisión estaba encendida, su marido seguro estaba en la
cocina leyendo el diario y su madre debía andar por ahí cerca. Su madre nunca
salía de la casa. Muy pocas veces lo hacía. Decía que le dolían mucho los
huesos como para moverse. Marta odiaba escuchar a su madre decir que le dolían
los huesos, nunca había tenido ningún problema en los huesos ni un accidente
así que no sabía por qué se le metía eso en la cabeza. Incluso habían ido al
médico pero tampoco le encontraron nada. Debe ser una simple consecuencia de la
vejez, le había dicho el doctor. Marta no entendía como a una persona le podían
doler los huesos. Es decir, no podía entender como alguien podía darse cuenta
de que le dolían los huesos. El perro seguía ladrando. Y ella limpiando el
baño. El ladrido le taladraba la cabeza, que le dolía muy fuerte sobre el lado
izquierdo.
- ¡Pero puede ser cierto! – gritó y se
acercó al pasillo. - ¡La puerta! ¡Ábranle la puerta el perro!
- ¡Ya va! – gritaron desde la sala.
Marta
no reaccionó en el instante, pero se dio cuenta de que la voz no le pareció
familiar. No era ni de su madre ni de su marido. ¿De quién era entonces? La
puerta se abrió y se cerró, y los ladridos de Pitágoras se perdieron a lo
lejos. Al rato, Marta fue por el cuarto, por la cocina, salió para afuera y vio
al perro, pero ni rastros de su marido o su madre. Volvió adentro y terminó de
lavar el baño. Unos minutos después aparecieron por la puerta.
- ¿Dónde estaban? – preguntó. – Me duele
la cabeza. ¿Ustedes dejaron salir al perro?
- Sí, yo lo dejé salir. – dijo Fernando.
–Fuimos a comprar unas cosas que faltaban para la comida.
- ¿Unas cosas que faltaban? Pero si yo
traje todo.
- Hmm, en realidad no, mi amor. Te
olvidaste de algunas verduras y también del aceite. Pero no importa, ya fuimos
nosotros.
- ¿Y vos mamá estás saliendo más de casa o
me parece a mí? – dijo mirando a su madre que había ido a la cocina para comer
una manzana. – ¿Te duelen menos los huesos?
Ella
se encogió de hombros y no prestó atención a lo que Marta le dijo. Su hija
siempre le tomaba el pelo con lo de sus huesos.
- Bueno, ¿te puedo ayudar en algo? – le
preguntó a su marido.
- No, no. Me encargo yo. Descansá, que
tenés una cara terrible.
- Me voy a bañar. Y después tengo que
hablar con vos.
- ¿No preferís hablar ahora?
- Después, después. Me duele mucho la
cabeza. Necesito relajarme un poco. – Se acercó y le tocó la cara con sus
manos.
Se
fue al baño. Se paró en la puerta. El olor a limpio le invadió por la nariz.
Quedó reluciente, pensó. Fue al cuarto, abrió el cajón de su mesa de luz y tomó
una aspirina para el dolor de cabeza. Luego volvió al baño, se desvistió y vio
que la toallita que llevaba puesta no estaba manchada de sangre.
- Puta madre – se dijo. – Ya debería
haberme bajado.
El
baño le hizo bien, cuando salió se sentía más despierta y el dolor de cabeza
había pasado un poco. Fue a la cocina y abrazó a su marido por las caderas.
Recostó su cabeza sobre la espalda y le dio un beso en la nuca.
- Ya vengo. – le dijo. - Tengo que ir a
comprar unas cosas para mí a la farmacia.
- Bueno, pero no te demores. Aquellos ya
deben estar por venir.
- No, vuelvo enseguida.
- Lleváte el auto.
- No, tengo ganas de caminar. Está lindo
para caminar.
- Como quieras – dijo Fernando. Dejó el
cuchillo que tenía, se dio vuelta y la abrazó. Ella lo apretó fuerte y cerró
los ojos con firmeza. Lo separó y le sonrió.
Mientras
iba por la calle pensaba en cómo decirle a su marido que había renunciado.
Luego recordó que la toallita no se había manchado. No querían tener hijos.
¿Cómo había sucedido? ¿Cómo podía ser que se hubiera quedado embarazada si
ellos se cuidaban? No puede ser, pensó, es un simple retraso. Llegó a la
farmacia, entró, compró el test y se fue. De camino a su casa sintió que no
podía aguantar la ansiedad, así que entró en un bar que encontró y pidió para
pasar al baño.
- Al fondo a la derecha, querida – le dijo
una mujer gorda.
Entró
al baño, se sentó sobre el wáter y se hizo el test. Esperó un instante. Miró la
hora, los vecinos ya debían estar en su casa. Comenzó a mover su pierna y a
comerse las uñas. Estaba nerviosa. El test dio negativo. Suspiró y comenzó a
reír. Reía a carcajadas. No podía creer lo idiota que había sido al pensar que
podía estar embarazada.
- Era imposible - se dijo.
Se
miró en el espejo y negó en la cabeza mientras una sonrisa se dibujaba en sus
labios. Pensó que debía celebrarlo. Miró la hora. Se dio cuenta que era tarde
pero no le importó. Se tomó una cerveza y le contó entre risas lo que le había
sucedido a la gorda que le atendía.
- Fui una estúpida al ponerme tan
nerviosa. – le dijo.
- Son cosas que pasan, querida. – dijo la
gorda mientras lavaba un plato. – Mis tres hijos vinieron todos de rebote.
Claro que tampoco nos cuidábamos mucho. Pasó nomás. Y hoy, veinticuatro años
después, ahí los tenemos. Siempre en la lucha. Es un mundo cruel para los que
vivimos el día a día, no te voy a mentir. Vas a ver que un día vas a cambiar de
opinión y vas a querer tener hijos.
- Puede ser, pero ahora no lo quiero. De
eso estoy segurísima. Dame otra cerveza.
El
celular le sonó. Era su marido.
- ¿Dónde estás, Marta? – dijo él. Se le
notaba enojado. – Hace rato ya que están acá los vecinos. ¡Vení ya!– y le
colgó.
Marta
saludó a la gorda y se fue. Cuando llegó a su casa, entró con una amplia
sonrisa y les dio un beso a sus vecinos, sus nuevos y futuros mejores amigos, y
luego se sentó y se sirvió un vaso de cerveza. Su marido la miraba un tanto
molesto.
- ¿Dónde estabas? – le preguntó.
- Me encontré con Alicia, del trabajo, ¿te
acordás? Me quedé charlando con ella y la acompañé hasta su casa. No me di
cuenta del tiempo que había pasado hasta que me llamaste. – Le sonrió. Él
también sonrió. – Bueno, ¿y ustedes qué cuentan de bueno? – dijo y miró a sus
vecinos.
- Daniela consiguió trabajo nuevo – dijo
Juan con una gran sonrisa tomándole la mano a su mujer. – Estamos muy
contentos. Va a ganar casi el doble.
- Ay pero qué bueno. Felicitaciones – dijo
Marta demostrando en realidad muy poca alegría. Recordó que ella no tenía
trabajo. Que había renunciado. Se había olvidado que tenía que hablar con
Fernando de ello. Se levantó despacio y fue a la cocina. Apoyó las palmas de
sus manos en la mesada, agachó la cabeza y luego suspiró y puteó por lo bajo.
Pitágoras apareció a su lado moviéndola la cola. Se sentó y la miró. Ella lo
miró a él. Se puso a su altura y le tocó la cabeza. Quiso ser tan simple como
lo era un perro. Quiso ser feliz solo con ver a una persona. Le lamió la cara y
ella se rió. Le habló un poco y luego lo llevó con ella al patio. Él se acostó
cerca suyo mientras lo acariciaba con uno de sus pies y tomaba una cerveza.
Llamó a su marido.
- ¡Fernando! ¡Fernando! – gritó.
- ¿Qué pasó? – dijo él desde la puerta. –
¿Qué hacés acá? Pensé que estabas en el baño y que por eso demorabas.
Ella
lo miró. Dio un trago a la cerveza.
- Sentáte – le dijo.
Él
se sentó. También tomaba cerveza. La miró y le tocó el pelo. La acarició
despacio.
- ¿Qué pasa? – le dijo acercando su cara.
- Nada, en realidad. Es solo una
estupidez. Hoy creí que estaba embarazada ¿sabés? Llegué angustiada del trabajo
y no me sentía muy bien. Cuando me fui a bañar vi que no me había bajado y
pensé que, bueno, no sé, que estaba embarazada. Y no tiene lógica que haya
pensado eso por las precauciones que tenemos. Pero igual lo pensé. Entonces fui
a la farmacia, compré un test y me lo hice en el baño de un bar. Cuando vi que
daba negativo me sentí muy aliviada. Pero ahora me entró cierta angustia. Y no
sé, tengo ganas de llorar. No sé por qué. Abrazáme.
Se
abrazaron. Él no entendía nada de lo que le sucedía, pero igual lo hizo. Ella,
recostada sobre su pecho, se preguntó cuánto le quería, y si lo quería en
realidad. Tal vez ahí, en ese momento, Marta se dio cuenta de su temor. Lo
miró.
- Todo va a estar bien – dijo él. – Te
quiero.
- Yo sé – dijo ella.
- Vamos para adentro que nos están
esperando. Si no volvemos van a pensar que no queremos que estén acá.
Marta
rió. Estiró sus brazos para que él la levantase. Fernando la agarró y la
levantó. Luego volvieron para adentro abrazados. Ella le pasó un brazo por la
cintura y él uno por sobre los hombros. Pitágoras les siguió moviendo la cola.
Antes de entrar ella se detuvo y le dijo:
- Tengo otra cosa que decirte. Pero mejor
lo dejamos para después ¿sí? Ahora solo quiero emborracharme.
- Está bien, mi vida. Estoy seguro que no
es nada grave.
Martín Aguirregaray