No lo seguía nadie. Nunca fue la voz
cantante de nada; nuca la unanimidad de las voces se resumía en su opinión.
Siempre quiso, pero no.
Jamás logro que le preguntaran su postura
frente a ninguna decisión. De chico le imponían los pasos, le condicionaban el
trajinar. Cuando adolescente no lo querían ver crecer; el pibe no se animaba a bailar -¡ignoraba el
don que tenía!- porque no daba para expresarse a tal punto de parecer
libre.
El límite fue siempre su horizonte, un
horizonte incómodo, ya que lo tenía apretándole el pecho todo el tiempo, en
todos lados. Ese horizonte, encimado a su cara, le pinchaba los ojos, marcaba
cortes en sus labios, le dificultaba el habla, su única genuina posibilidad de
expresión.
De grande hablaba poco y avaramente, así,
como para sobrevivir. El murmullo era su grito. Sus conquistas sexuales eran
gracias a su encanto natural; las minas se desarmaban ante su inmensa
vulnerabilidad, cuando no lo terminaban pateando en el suelo directo a las
costillas.
El
muchacho estaba preso en sí mismo. Le gustaba la cornisa, sí, pero estaba
encarcelado entre sus miedos, el asombro ante la existencia y el amor.
Consiguió comprar una casa, alimentar a su hija –milagro del cielo- que había
tenido con su única pareja, pero nunca supo donde encontrarse con él
mismo, con su motivo, no daba con la
vibración que lo mantuviese donde él quería estar.
Y le preguntaban: ¿Dónde te gustaría estar?
A lo que contestaba con el ruido de la distancia, estallaba en silencio…
Busco en cielos de otro país, en ruidos de
calles sin nombre. Nunca despego sin su música y un día hasta se enamoro de un
libro. Y aunque kilómetros y cicatrices, de nuevo la soledad: voz muda que
aturde y decapita las ideas.
Sentía que el futuro ya estaba atrás de él:
adelante no había nada. A los cinco, los catorce, los treinta y cinco años:
adelante no había nada. Ni en las mujeres, las drogas, los amigos, los amigos
del diablo: el pique no aparecía, no brotaba de ningún lado.
Pero un día, cuando sintió que literalmente
el corazón se le escapaba de las manos y daba contra el suelo, encontró una
solución. Ahí fue cuando empezó a escribir.
Nunca nadie leyó su poesía.
¿No será que vida es ausencia de muerte?
Desde antes de nacer, este escritor ya
estaba muerto.
(Aunque todavía respira)
Seba
Sebita, que bueno verte, siempre es bueno.
ResponderEliminarIntenso texto lleno de sentimientos, e imposible no verse por lo menos en alguna parte de el.
Abrazo grande hermano.
genial seba me encanto, una fuerza este texto, genial
ResponderEliminarabrazo bro
Guau, me gustó mucho porque casualmente también venía pensando bastante en esa retórica de la muerte. muy linda historia
ResponderEliminarEs él, somos todos.
ResponderEliminarBuenísimo!
que grande hermano abrazo a ese poeta ya muerto...
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