Petunia era una articulada dama de sociedad, de una belleza insondable, todos los nobles la deseaban. Petunia tenía un grácil encanto con el que acariciaba las mentes y los bajos vientres de todos aquellos que se acercaban a ella, sin distinción de género alguna: hombres, mujeres y hasta animales; se supo de un caballo, al que montó una vez en una de sus sesiones de equitación, al cual no pudo fácilmente sacarse de encima. El caballo la seguía con su relincho a todas partes, hasta que el alguacil McGregor decidió sacrificarlo, esperando así una recompensa por parte de Petunia. Ésta, complacientemente, le guiñó un ojo y le dio un beso en la mejilla. McGregor infartó en ese mismo momento sublime.
A Petunia le gustaba pasear, deshojando margaritas por la avenida, el aroma de las flores trazaba un rastro similar al que utiliza la hembra de la mantis religiosa para atraer al macho, su presa.
A Petunia le gustaba llegar a la desembocadura del lago y a la vista de todos, quitarse una por una sus prendas y bañarse allí, apaciblemente, siendo consciente de la mirada de los otros y más que importunándose por ella, encontrando regocijo en esos ojos deseosos de su monumental figura.
La vocación de Petunia era la seducción Per se, era de esas mujeres que estando seguras de su condición de belleza divina, aprovechan sus dotes al máximo y se dedican al cultivo de los mismos.
Desde niña aprendió que su hermosura nata le brindaría un trato preferencial con respecto a las demás niñas. Y encontró placer en recibir los primeros regalos de los que serían sus primeros pretendientes (que luego la acecharían toda la vida, pues una vez que caías en la red de esta mujer arácnida, difícil era librarse).
En el jardín recibió todo tipo de esculturas de plasticina (entre ellas, las más osadas y avant-garde que utilizaban secreciones humanas en la mezcla con la masa, concretamente mocos), dibujos, insectos en frascos, caramelos e incluso monedas (cuestión por la cual una de sus compañeras la llamó prostituta y fue expulsada al instante del colegio). Las demás niñas la observaban con cierta envidia, pero no la odiaban, la admiraban, deseaban ser como ella.
En la escuela, sus rasgos físicos la ayudaron a pasar y pasar los años sin esfuerzo alguno. Nunca tocó un libro, hasta las maestras se sumían en su brutal encanto y despampanadas por su cara de porcelana asentían todas sus respuestas y las daban por ciertas, para desconcierto de los ratones de biblioteca que poblaban los salones de clase (que desde ahí empezaron a planear la muerte de Petunia, nunca atreviéndose a concretarla (Macachín, uno de los niños más inteligentes de su curso, quiso acuchillarla con una trincheta cuando Petunia afirmó que los delfines eran peces y nadie se atrevió a contradecirla, pero al acercarse por detrás en el recreo y al vislumbrar esa cabellera dorada que parecía emanar los propios rayos solares… tiró el arma blanca a un lado y se echó a llorar a sus pies… Petunia dio media vuelta, acción que imitaron sus secuaces, y le dijo que a las niñas no les gustaban los bebés que lloran pero que si le compraba un alfajor podía cambiar de opinión)).
Así, Petunia fue forjando su vida y concretando sus sueños y fantasías con tal facilidad, que para cuando dejo el liceo (pues se convirtió, como era de esperar, en modelo) se le podía notar en el rostro esa expresión de indiferencia ante la vida y los demás, como si todo le diera lo mismo, como si contemplara al resto desde una altísima torre.
Petunia se fue aburriendo de a poco y su semblante se fue apagando lentamente, cultivó una vida tan superficial y frívola que se olvidó de formarse una personalidad y un carácter. Se fue volviendo un fantasma de carne y hueso, impresionantemente hermoso por fuera, pero frío y vacío por dentro. Se volvió insulsa e inocua, inodora e incolora. Conservaba todos sus atributos físicos pero el aura chispeante que la rodeaba se fue desvaneciendo. Ya nadie la toleraba, nadie la escuchaba, nadie le prestaba atención cuando hablaba. Los demás sabían que no tenía nada interesante para decir y se limitaban a contemplarla, como quien contempla una estatua. Petunia envejeció prematuramente y habiéndose percatado de que su belleza llegaba a su fin, optó por la muerte.
Yo, Macachín, la quise convencer, le dije que siendo tan hermosa como era, podía serlo aún más si se dedicaba a lo que de verdad quería. Pero todo rastro de aspiración y deseo había desaparecido en ella, se había vuelto tan volátil y aburrida que se olvidó de aquello que la movilizaba y la entusiasmaba. Ya nada le parecía nuevo y asombroso, sólo el encanto de la muerte la seducía.
Yo, Macachín, obsesionado durante toda mi vida por ella, no pude más que llenarme de alegría cuando aquella fría tarde invernal golpeó mi puerta. Sus manos conservaban su sutil delicadeza, las tomé al besarlas para saludarla y me helaron los labios. Petunia me miró a los ojos, o justo a la altura de ellos (nunca lo voy a saber) y me rogó que terminara lo que había empezado.
Yo, Macachín, asentí embobecido, como decirle que no a esa mujer. Fui hasta mi cuarto y tomé del cajón de mi cómoda una trincheta, la misma que lancé a un lado en el patio de la vieja escuela. Primero hice dos cortes incisivos en sus muñecas y luego artísticamente realicé los tajos que me pidió en su rostro vacío de vida… “es para que no me reconozcan” me dijo irónicamente.