chiripiorca: (f.) violento tic o ataque de nervios; por extensión, se refiere a cuando algo o alguien deja de comportarse normalmente.
“Vi como Orticochea volaba en pedazos y junto a él se retorcía aquel hombre, estallaba en espasmos al sonido de la explosión. “¡Justo ahora se le da a al yorugua por tener un ataque!” pensé para mis adentros.
Los gringos se avecinaban en malones, sus balas de largo alcance despejaban la zona. Y el yorugua no podía elegir peor momento para sufrir ese ataque de desquicio. Siguiendo en aquel estado demente las balas lo alcanzarían con facilidad. Actuar rápido me propuse para ayudar a mi compañero de patrulla a salir de ese ataque de locura. Y el yorugua se seguía moviendo como loco, bailando aquella danza esquizofrénica. Los gritos de guerra gringos llegaban hechos murmullos, pero se acercaban cada vez más. Igual las balas llegarían antes.
Resulta que en ese momento lo taclee y tire al yorugua al suelo. Quedó sequito en el piso, con los ojos blancos reflejando el cielo nublado. Le tapé la boca y lo aplasté con mi cuerpo. El batallón británico pasó a nuestro lado y al ver un montón de cuerpos inertes siguió con su avanzada. Cuando estuvieron lo bastante lejos pude soltar mi puteada. El yorugua clavado en el fango helado me miraba sorprendido. Lo cacheteé un par de veces hasta que reaccionó.
-¿Qué me pegas bo, gil?- me puteó.
-¿Cómo que por qué te pego? Te haces el vivo en medio de una balacera, ¿sos boludo? ¿querés que nos maten?- contesté.”
Me detuve a observar cómo en ese momento los gestos de su rostro se acompasaban con exactitud con las palabras de su boca, como si pretendiera acentuar aún más el efecto de su narración. Me pareció uno de esos narradores natos, foco de atención en reuniones varias, siempre con un cuento bajo la manga. Por tanto descreía de todas sus palabras pues estos talentosos oradores cuando agarran el vicio de narrar se sumergen en una vorágine obsesiva por “contar cada vez mejor” y se convierten en mitómanos empedernidos, pintando y exagerando sus anécdotas hasta extremos absurdos. Además era un porteño de ley y como tal empleador de manierismos baratos en sus conversas. Luego de este distanciamiento brechtiano, volví mi atención hacia la historia…
“… resulta que no se acordaba de nada el pobre. Cuando llegamos al campamento, la alegría del resto fue inmensa al comprobar que habíamos sobrevivido y que veníamos con provisiones. Conté enseguida lo que nos había pasado y mientras lo hacía relojeaba al yorugua, que con cara de pasmado escuchaba el relato, y cada tanto como mecánicamente largaba un “pah no me acuerdo”.
Las conjeturas de todos salieron a flote. El pechuga alegó que se trataba de un demonio y que el yorugua estaba poseído. El Doctor Baldoni refutó escépticamente estas supercherías religiosas y sugirió que se trataba de algún tipo de tic nervioso, algún espasmo involuntario sumado a una especie de amnesia momentánea y temporal. Alguien dijo que lo mismo le pasaba al chavo del ocho, que tenía un nombre pero no sé acordaba cual. La teoría del doctor fue la más aceptada (se confirma que los títulos inspiran aceptación en las masas) y el tema quedó por ahí.
Pero a la semana, el cambio en el yorugua era evidente. Ya no era el mismo. Sin duda aquel suceso había dejado huella en él pues las secuelas se hacían notar. Parecía más nervioso que de costumbre, y eso que todos sabemos de la serenidad por costumbre que caracteriza a los uruguayos (aún en situaciones trágicas de extremo peligro).
Cuando comía, los buches escupía, como involuntariamente. De noche cuando todos finalmente alcanzábamos cerrar los ojos, resonaba en la cueva alguna puteada esporádica proveniente de la boca del yorugua, lo que nos hacía despertar sobresaltados.
Una tarde con el pechuga y Ramírez (un cordobés bastante arrogante que había sido transferido esa misma semana a nuestro pelotón) charlábamos sobre cómo sería nuestro regreso a casa. Entre fantasías melancólicas, anhelábamos el encuentro con nuestras familias, en el umbral de nuestras casas. El pechuga recordaba a su novia y decía que cuando la viera de nuevo se encerraría con ella durante una semana en un cuarto “a comer, dormir y amar; que más se puede pedir”. Ramírez añoraba las empanadas de su vieja, decía que ni bien llegara a su casa, su vieja lo recibiría con una canasta llena de empanadas de carne que él devoraría en un santiamén para luego degustar un buen fernet junto a su viejo.
A todo esto el yorugua observaba con semblante serio, siguiendo el rastro de la conversación sin intervenir ni sonreír complacientemente. Y Ramírez diciendo “…y después al boliche a bailar un cuartetazo… a ver si levanto alguna mina…”. El yorugua suelta una carcajada, estupefactos clavamos los ojos en él. A nuestras caras él responde “¿Qué? La única mina que va a tocar este cordobés pelotudo es una antipersonal”. El cordobés le encajó un piñazo y se le tiró encima, luego de un par de puñetazos de descarga los separamos. El yorugua tras su boca sangrante reía desquiciado, el cordobés se lo quería comer vivo. El yorugua salió de la cueva tarareando un viejo jingle de detergente, el cual cantaba “Todos lavamos con Romir lailala, todos lavamos con Romir lailala” pero a esta letra la había reemplazado por “Todos vamos a Morir lailala, todos vamos a Morir lailala”. Compadeciéndolo, lo observamos perderse en la negrura de la noche.
La guerra lo amparaba en su locura, le otorgaba la excusa perfecta para actuar cómo se le diera la gana, como si una impunidad absoluta rigiera su ser pudiendo así dar rienda suelta a sus deseos, hablando y actuando sin tapujos, mientras el resto de nosotros conservábamos algo de pudor. No lo etiquetamos de loco, todos sabíamos lo difícil que era mantenerse cuerdo en ese ambiente demente, más aún cuando aquella guerra era emprendida por locos en los altos mandos.
Además sus razonamientos seguían siendo los más lúcidos, a la hora de actuar, era el que mejor planeaba de antemano. Y era el único que se entendía con los gringos, si en las últimas semanas habíamos logrado sobrevivir, era en gran parte a sus persuasiones “in english” que nos proporcionaron comida, licor y cigarros.
Una mañana recibimos la visita sorpresa del General Martirena, “rutina de revisión” le llamaban. Se nos formó en la superficie y se nos pasó regla. Luego se nos comunicó que iríamos a reforzar la Pradera del Ganso (Goose Green) para aguardar la llegada de los ingleses a la colina de Darwin, contábamos con pocas municiones y nos superarían en número por lo que muchos de nosotros vislumbramos el peligro y la probabilidad de morir.
No todos pudieron contener su disconformidad con la estúpida decisión del General, el yorugua empezó a insultarlo en voz alta. El General se posicionó desafiante ante el yorugua, que sonreía macabramente. Exigió explicaciones “si escuchó lo que creía haber escuchado” y del yorugua sólo recibió un escupitajo en la cara. El General, furioso hasta la médula, lo golpeó en la jeta con su fusta. El yorugua se desplomó en el suelo y el General se desquitó a patadas limpias en el suelo. Lo encerraron en el calabozo y nunca más lo volvimos a ver. Después nos enteramos que como premio castigo, lo mandaron al Regimiento de Infantería 12 en Goose Green (nosotros nunca llegamos a pisar la pradera, en nuestro lugar mandaron a un grupo de ayuda de Córdoba), que ocupaba la primera línea de la defensa argentina, aguardando dentro de pozos trinchera. Dicen que fue uno de los pocos sobrevivientes del combate de Pradera de Ganso, que pasó días de encierro en un galpón de Darwin y semanas en un barco inglés y, consumada la rendición, fue escupido en Montevideo.”
Sorbió un trago de whisky que puso fin a su relato, me preguntó porque estaba tan interesado en “el yorugua” y le mentí que un familiar suyo lo estaba buscando. Le dije que estaba apurado y que me tenía que ir. Le agradecí por su valioso tiempo y le comenté del gran placer que me infundía el haber estado frente a frente con un valeroso veterano. Me miró con soberbia y apretujó mi mano “los jóvenes de ahora no saben nada de la muerte, ¿cómo pretenden vivir?”. Ese fue nuestro último intercambio de palabras, le dejé plata para pagar la cuenta (más de lo que correspondía a mi parte) y el la aceptó sin chistar. Tomé mi sobretodo y me largue de allí…
Elugo
creo que es lo mejor que has escrito.
ResponderEliminarmuy buen trabajo, se nota la habilidad pa llevar la linea en el relato. no es para nada denso ni complejo. recomiendo este texto a estudiantes de cine y melomanos empedernidos.
ResponderEliminarExcelso!
ResponderEliminarExcelsamente Excelso!
ResponderEliminares bueno hugo
ResponderEliminarsalve
"el hallazgo en el mito". lindo relato, lo leí de un tirón, aunque picándome estos mosquitos asesinos que empezaron a caerme en picada.
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