Un actor en escena.
Un personaje. Una persona. Desfigurado y transmutado en una emoción primitiva,
casi extasiado en el juego. Sobre las tablas la muerte llora. Se escapan sus
presas. Ríen en su cara.
Abandonada en un
éxtasis ella ríe histéricamente, como hace la hiena ebria de alegría. El mundo
a su alrededor se ha extinguido. Sólo existe ella. Los aplausos la ensordecen.
Sigue riendo. Baja el telón. Baja ella del escenario. Se desarma en llanto. No
quiere ser consolada.
Los mellizos siameses
se acercan, siempre tan amables. Ella rechaza a los dos con igual entusiasmo. Ellos sonríen y al subir al
escenario tallan su rostro con una expresión de maldad pura. Arriba son agentes
del caos. Abajo son simpáticos y agradables.
Sobre las tablas inspiran miedo. Son maldad
pura y duplicada. Tienen de punto al pobre Aníbal, un ser tan sumiso y dócil
como un borrego cualquiera. Se deleitan haciéndole pasar un mal momento. Pobre
Aníbal. Lo ridiculizan y humillan hasta el extremo. Él acata las bromas cabeza gacha,
sin protestar. No llora. Engulle el llanto y cría rencor.
Abajo Aníbal es una
verdadera mugre de persona, un ser despreciable. Ególatra y dominante. Camina
con cierto halo autoritario, casi militar. A los pobres mellizos siameses les
hace la vida imposible. Como son jóvenes, los obliga a hacerle todo tipo de
favores. Dichas escenas de explotación conmoverían hasta el más duro de los
corazones, pero los ojos de la reina glacial se mantienen inmutables.
La reina glacial es
una actriz veterana, de esas de oficio. Arriba toda emoción. Abajo una frialdad
desalmada. Es como si las tablas le robaran toda pizca de vida y sentimiento
que flota dentro de ella. Sobre las tablas, condensa los sentires de la
humanidad toda, conmueve a un pueblo. Debajo es distante, despreocupada e
indiferente, no genera empatía en nadie. Parece que vive pura y exclusivamente
para el teatro.
Por eso Héctor la
quiere tanto, admira a una actriz tan dedicada. Pese a la confluencia de estas
personas de distinta índole, la obra marcha bien bajo su conducción y la
convivencia se hace llevadera bajo sus concilios manipuladores.
Noche a noche, la
crítica se deshace en elogios y las manos de los espectadores terminan
maceradas de tanto aplauso. Héctor sonríe plácidamente anta cada bajada de telón.
Una gloria pícara se cuela entre las comisuras de sus labios. Que más pedir
para un director.
Pero no todo fue
color de rosas. Fueron 6 años de arduo trabajo. De idas y venidas. De cambios y
recambios, escrituras y reescrituras, despedidas y despidos, bienvenidas y mal
llegadas.
Todo empezó cuando la vida misma llegó a sus manos. Llife itself era su título original. Esa
noche Héctor no pudo despegar los ojos del papel. Leyó y releyó la obra una y
otra vez. Leía en voz alta, sumido en una especie de trance fantástico.
La consagración
reposaba en sus manos, la oportunidad de mostrar cuanto talento había en él.
Sabía que estaba ante la obra de su vida, no podía perder más tiempo. Debía ya
mismo buscar a los actores que dieran vida a esos personajes…
Elugo