Era un domingo
lluvioso y de intenso calor. La humedad que había en el entorno era
mucha y hacía del ambiente denso y pesado. Ema estaba muy cansada.
Se había acostado en su cuarto hacía no más de media hora a leer
su novela con un viejo y cansado ventilador encendido a sus pies. No
pasó de la segunda página cuando quedó completamente dormida casi
sentada en el respaldo de su cama. Sobre su cabeza, en la pared, se
hallaba enmarcada la foto de recién casados de sus abuelos. Estaba
en sepia y tenía enganchada en el marco imitación oro, una rama de
laurel petrificada allí, desde que Ema tenía memoria. Las paredes
de la casa estaban siendo invadidas por manchas de humedad, las
cuales se iban apropiando de forma sigilosa pero a su vez paulatina
de toda la casa, como una enfermedad lenta, pero al fin y al cabo,
destructiva. La casa en la que vivía, era propiedad de sus abuelos
maternos, que habían fallecido hacía ya un año. José y Julia
criaron a Ema desde que era una bebé, más que como a una nieta,
como a una hija. Le dieron todo el amor que se le puede dar a
alguien. Quizá, en el fondo, se sentían culpables y querían
remediar de algún modo lo que les había sucedido con Beatriz, su
única hija, buscada y ansiada por ambos.
Julia tenía
veintitrés años cuando rompió bolsa y se dirigió a la sala de
partos,. El calor que disfrazaba a la ciudad era húmedo y agobiante.
No había casi gente circulando por las calles; se veía pasar algún
que otro perro de lengua afuera, tratando inútilmente de conseguir
agua y de refugiarse bajo alguna sombra. Escasas en aquel sitio. José
se encontraba a su lado, inhalando y exhalando a la par de ella y
aprisionándole la mano. Cuando llegó el doctor que aparentaba muy
joven, la revisó y dio la orden de comenzar el parto. Julia comenzó
a pujar con ganas, pero al rato se encuentran con que el trabajo de
parto no iba a ser tan simple como hasta en el momento se venía
anunciando. La beba estaba enredada al cordón umbilical y tras pujar
y pujar, corría riesgo de asfixiarse. El doctor comienza a
prepararse para realizar una crujía y José se retira inmediatamente
de la sala. Estaba muy asustado, nunca lo había estado tanto. Con
tan sólo pensar que algo malo le sucediera a la beba o a Julia, el
amor de su vida, todo el mundo se le venía abajo. Sentía que iba a
desmayarse, sudaba y tenía la cara pálida como la leche. Rezaba con
un rosario en sus manos, le pedía a dios y a todos los santos que
todo salga bien. Pensaba hacia sus adentros y se negaba en un futuro
a volver a pasar por lo mismo. La suerte los acompañó esa tarde y
dieron vida a una hermosa niña de tres kilos. Ambos formaban un buen
equipo y eran excelentes padres. A veces le acertaban, algunas otras
se equivocaban como cualquier ser del reino humano o animal que se
inicia en asuntos de crianza; en definitiva a nadie le viene anexo a
su recién llegado un instructivo en donde indique cómo se lo debe
criar.
Beatriz era una
niña hermosa, simpática, alegre y dulce con sus padres, pero muy
introvertida con el resto. Le costaba vincularse con sus pares y a su
vez los compañeros parecían percibir algo diferente en ella.
Continuamente la peleaban, se burlaban y le jugaban bromas un tanto
pesadas. Una vez, por ejemplo, en el festejo que realizaba la escuela
para dar bienvenida a la primavera, cinco de sus compañeros la
ataron a un árbol con la cuerda que utilizaban para saltar y la
forzaron a tragar hormigas. Beatriz lloraba mares y se angustiaba, no
tanto porque la hayan atado a un árbol, ni porque la obligaran a
comer cualquier cosa, sino por las hormigas que iban a morir en su
boca, era sensible frente a cualquier ser vivo. Todos los días
caminaba rumbo a la escuela con la mirada fija al suelo para evitar
pisarlas. Varias veces la maestra había tenido que citar a José y a
Julia ya que le preocupaba que Beatriz no se relacionara
correctamente con sus compañeros ni intentara hacerlo. Por
fortuna, al nacer Beatriz, decidieron ir a vivir a dos kilómetros de
la ciudad, a un sitio tranquilo y rodeado de naturaleza.
Ella era muy feliz
allí, se sentaba a leer al aire libre por horas recostada a los
árboles; cada tanto se levantaba, arrancaba una naranja, la pelaba,
saboreaba y seguía con su lectura. Sentía un especial apego por
las historias de hadas, princesas, príncipes, ogros, dragones y
duendes. Se sumergía en ese universo mágico y creía ser una
reina, la reina Blanca de las tierras perdidas de Áfira, dueña de
un castillo encantado alejado de toda civilización humana. Sitio
nunca antes pisado por el hombre a excepción de ella, la elegida.
Cuenta su historia que un día en un tiempo sin tiempo, el sabio
duende Fabio, el ser más antiguo y respetado de Áfira, la trajo a
aquellos lares. Ningún ser de allí había visto antes a una
criatura tan extraña. Todos los habitantes del bosque y de las
montañas estaban reunidos en el valle para darle la bienvenida a la
nueva y única reina con una gran fiesta. Esa tarde, Fabio salió de
la casa principal, un hermoso e inimaginable hongo aún más dorado y
brillante que el oro. Tenía a Blanca en sus brazos cubierta con un
tapado hecho con flores. Se dirigió hasta el centro de la reunión
y la destapó. Cuando la vieron, todos aplaudieron felices y la
rodearon con bailes extraños, cada especie desempeñaba su propio
baile, pero a su vez se mezclaban entre todos en un sólo festejo.
Luego de tan efusiva bienvenida la subieron a un carruaje empujado
por unicornios y la llevaron hasta el castillo. Lugar y hogar de
Blanca por toda la eternidad. En Áfira, la reina era querida,
admirada y rodeada de amigos. Claro, no eran humanos, sino conejos,
liebres, ratones, pájaros, vacas, ovejas e insectos parlanchines.
¿Para qué iba a querer Beatriz más amigos en el mundo real, si en
este estaba rodeada? No la dejaban un segundo sola, jugaban todo el
día con ella, le hacían historias, la mimaban y cuidaban con
devoción.
José y Julia
creían que cuando Beatriz se hiciera más grande iba a dejar estas
tontearías a un lado y a comportarse como una persona normal. Una
tardecita, mientras Julia cocinaba pastel de berenjenas, el favorito
de su hija, la observaba a lo lejos jugar y hablar sola desde la
ventana de la cocina. -Es cuestión de tiempo- Le comentaba a José
mientras amasaba sin quitarle los ojos de encima - Lo que pasa es que
es una niña con mucha imaginación, aparte, es normal que los niños
tengan amigos imaginarios, cuando yo tenía su edad también era
tímida y mi mejor amigo era Felipe, mi perro. - Le decía Julia a
José que parecía no escucharla mientras se cebaba un mate tras otro
en compañía del diario...” (Continúa)
Circe
Circe, bienvenido/a a este espacio, es muy lindo tenerte, y hablo por todos, lectores y otros, esperamos la segunda entrega
ResponderEliminarme gusto
saludos