viernes, 2 de septiembre de 2011

The remains of the day

Elefantes engullen mandrágoras y se atragantan con orgullo. Sufren en silencio mientras sus canas se avejentan. Las arrugas de sus rostros se expanden como grietas que rayan la tierra. Los ojos vidriosos anhelan un futuro incierto, las manos retráctiles se impiden relajar. El cuerpo se va enrollando, se vuelve diminuto, casi desaparece.
Se pierde el YO y aparece el OTRO, ese pequeño hombrecito castrador que con voz autoritaria rige en su palacio: condena, juzga, reprime, censura y clama por prudencia (la madre de todos los males).
Ya lo dijo Willy: “El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría” y “aquellos deseos no concluidos emanan pestilencia”.
Como el sediento hombre del desierto que por no rebajarse a compartir el oasis con sus hermanos se deja morir al rayo calcinante del sol, uno se vuelve una yaga humana, repleta de pus, un líquido que carcome el alma y ahoga todo sentimiento que busca nacer.
Patriarcal es el reinado de la conciencia, esa que frena sus más remotos impulsos y con un velo cubre lo humano. Así aparecen las sombras, algún rasgo se deja entrever de esa lucha incierta, similar a la de dos mantis religiosas que en igualdad física y de manera suicida, engullen la cabeza de su adversario mientras es devorada la suya.
Adversidad que se presenta a la hora de la siesta, esa adormidera autoimpuesta que cubre de lagañas los globos oculares, ciega un mundo y recubre de tinieblas la faz de la tierra.
Tierra escabrosa que agrietada llora en silencio, no la han dejado ser fértil, dar fruto, conservar vida. Se ha convertido en territorio de cadáveres, que enjutos, alardean su victoria. De un antiguo campo de batalla surgen los cánticos de los muertos. Aquellos que no pudieron ser en vida, ahora refugiados en la pasividad inerte de la muerte, miran con caras contentas cómo otros se suman a su rito mortuorio.
Seres pestilentes se amalgaman unos con otros, se reconocen en lo que ocultan y cuando se topan con algo nuevo, desconocido, retroceden con prudencia. La mesura llama a sus puertas. Recelosos miran desde el umbral de la vida como si temieran ser. Más ratones que hombres, acomodados en los laberintos que ellos mismos trazaron. El plan predecible de toda una vida, como si supieran de antemano la forma que dejara su huella. Y esas pisadas duran un instante para luego desvanecerse en las arenas del tiempo.
Todo rastro de lo que pudo haber sido se pierde y ahí donde antes hubo pisadas de elefantes, los huesos todavía no corroídos por el croar del reloj, se erigen de pie, se cubren de carne y casi inmediatamente inician su ciego recorrido por el vivir cotidiano. Coartadas se crean para sí mismos, deciden ponerse un traje hecho a medida pero lavado en agua podrida. Lo ostentan orgullosos. Se complacen con las miradas del resto que apremiantes confirman su actitud.
Que placer les da el privarse de placer supongo, sino su inercia no estaría justificada.
Y deberían en su cobardía, al menos tener cojones para acabar con su vida si es que no quieren cambiarla. Porque al andar penosos, inspirando lástima con sus muecas de patetismo, logran contagiar a otros cobardes, que temerosos no se atreven a salir de sus madrigueras y cual mulita acobardada ante la fiebre asesina de un cazador fantasma, se recluyen en sus cuevas y con sus garras retráctiles se clavan a la tierra, hundiendo su cabeza en el fango e impidiéndose cavar un túnel que los despida a la superficie.
Elugo

1 comentario: