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"...subió al árbol y se sentó en la rama que enfrentaba la ventana de la mujer..." Una casa en el agua by Elugo |
Donde había estado la noche anterior, se preguntaba despacito en su cabeza desvainada de cabellos. Recluido en su interior, sus dilemas brotaban como escamas desprendiéndose de pescados muertos. Esas fétidas ideas lo impulsaban hacia un abismo depresivo del cual se vanagloriaba silencioso.
Tomó el resto de monedas esparcidas sobre aquel mueble roído e inhaló la última de las bocanadas humeantes de su pucho. Con la muerte de su arte de contornos dibujados en el más abrumador aire de aquella habitación de mala muerte, se despidió de ésta en una celebración cantada.
Detrás del mostrador de la recepción, el hombre bajito, calvo y de un preconcebido aspecto desgraciado sonreía alegre. Clavó los ojos en los suyos y relinchó al recibir su llave. El intercambio del objeto grabó un abismo en la relación de estos dos pobres seres humanos, que a pesar de que sentían tanto desprecio y repulsión mutua, eran más parecidos de lo que se imaginaban. Aquel que lucía orgulloso su calva depositó la llave en su correspondiente lugar, escupió un condescendiente “Buenas noches” y aplastó nuevamente sus nalgas en aquel estropeado sillón naranja que desencajaba totalmente con el tapizado arábigo que luchaba por mantenerse abrazado a la pared como con la fuerza viva de una enredadera anudándose contra el más ancho roble. El que con gran esfuerzo intentaba disimular el vacío capilar de su cabeza no correspondió el gesto nocturno cotidiano y se marcho mudo por la puerta del hall de aquel símil de hotel.
Caminó varias cuadras, con la vista fija en el suelo, sintió sus hombros chocar contra un mar de cuerpos, se detuvo frente a la puerta de aquel bar y decidido entró en el. Percibió millares de miradas al acecho, disimulando sus nervios se sentó en una de las mesas contiguas a la barra.
Se puso a inspeccionar los seres que por allí rondaban. Un par de viejas prostitutas que intentaban pescar algún oficinista frustrado, dos reclusos recién salidos de la jaula, algunos borrachos de turno y el dueño que miraba desconfiado desde detrás del mostrador.
La mesera le sonrió y le resultó sumamente bonita a pesar de su paladar exquisitamente delicado. Le intentó devolver la sonrisa, con total esmero forzó los pliegues de su rostro en un gesto descarado y pidió una copa del mejor oporto de la casa; ya se ocuparía después de cómo iba a pagarlo.
Por más que obligara a su mirada despegarse de la monumental figura de aquella Venus de carne, sus ojos colmados por un deleite infinito no cederían. Quiso elaborar cualquier pretexto para entablar conversación con ella pero se limitó a chistarle para pedir otro trago.
Bebió gustoso, una corona caliente bordeaba ya su frente. Se preguntó que había de peculiar en el rostro de aquella camarera, que extrañeza única lo atraía intensamente. Se puso a estudiar con detenimiento su fisonomía, visitó con su vista aquella reluciente cara, aquel hermoso detalle que pintaban las pecas que se amoldaban en torno a esa magistral y delicada nariz, que parecía de porcelana y cuyas fosas parecían captar del aire los más puros y deleitantes aromas. Que delirio felinesco se hallaba preso en los ojos de esa mujer tigresa que paralizaba el mundo con su mirada entera. Era una ser capaz de inspirar ambigüedades contradictorias, desde la más inocente ternura hasta el más profundo de los horrores, creyó sus manos capaces de impartir tanto placer como dolor.
El sostenimiento de sus miradas le hizo temblar las piernas, palpitaron todos sus nervios, ansiedad corrió por sus venas, la sed de algo inalcanzable lo volvió temerario.
Ante el silencio incómodo que ya largo tiempo pendía en el ambiente, ante la ausente respuesta de su interlocutor, la mujer se marchó sin saber de las alabanzas que él silenciosamente pronunciaba.
El calvo en su calvario golpeó la mesa, astillando sus manos, manchando de cenizas y sangre sus dedos. Con otro fracaso al hombro y un nuevo arrepentimiento en la espalda, tragó su pesar diluido en el último sorbo de su trago y se paró de su silla.
Unos dedos rodearon su antebrazo, la caricia estremeció su cuerpo, giró su cabeza con aire vacilante y se le iluminaron los ojos al descubrir a la culpable.
“Usted no ha pagado la cuenta señor” dijo la Venus de labios pinturrajeados.
“Discúlpeme, es que… perdón…tome, tome, quédese con el cambio” dijo titubeante, mientras sus manos temblorosas estiraban los billetes.
Una interna maquinaria poseedora de mil caballos de fuerza se activó, dotando al hombrecito cobarde de todo el coraje que anhelaba.
Se sintió omnipotente, impregnado de una fuerza divina, esparció una brisa colosal a través de su boca esperando inducir a la mujer a un sensual trance. Sus palabras surtieron el efecto esperado, tanto así que tardó en digerir el resultado de su valerosa acción, y la mujer, al observar al amable hombrecito nuevamente petrificado chasqueó los dedos recordándole que su turno terminaba en cinco minutos y que la esperara en la puerta trasera que da al callejón.
Con pasos triunfales nuestro personaje atravesó el barsucho, sintiéndose impune e indiferente a las miradas que creía acechantes.
Se sentó afuera y esperó. Su felicidad se tradujo en el tarareo de una vieja canción que cantaba cuando niño. Esperó cinco interminables minutos colmados de ansias.
Por fin salió la mujer caminando con la más delicada de las gracias y besó apasionadamente al hombrecito. Éste sintió el fluir del amor por su cuerpo, que un calor infernal arropaba su ser.
“Serían $500 la hora amorcito” dijo ella con voz carrasposa de garganta estropeada y prendió un pucho desvergonzadamente.
El alma de tigre poseyó al hombre, con ambas garras tomó el cuello de su presa apretujándolo hasta vaciarlo de vida.
Cayó la víctima al suelo y el depredador se vio colérico y extasiado, sintió remordimiento inmediatamente y sus pensamientos se cubrieron de una espesa nube que manchó también sus ojos con una luz cegadora. Desmayado cayó al suelo, tendiéndose en el lecho pavimentado junto a la que una vez amó.
Despertó con un fuerte dolor de cabeza, acodado a una mesa que le resultó tan familiar como la voz angelical que le pedía cortésmente que se marchase, que el bar ya estaba cerrando.
Confundido se levantó de su silla, no intentó hablar porque ahora presa del miedo era él. Se marchó de allí sintiendo otra vez como herían su carne las miradas punzantes de los otros. Su alma ya no tenía hambre de aventuras, su curiosidad se extinguió junto a las últimas cenizas que pululaban en el turbio aire de aquel bar.
Caminaba y se decía a sí mismo que no leería más novelas policíacas, ni los policiales del diario vespertino, que estaba harto de entender y descifrar el comportamiento criminal, que esto lo terminaría obligando a pensar y actuar como uno, sin distinción entre el bien y el mal, con una amoralidad tan absoluta como descarada.
Se reconfortó con la idea de regresar a la seguridad y comodidad de su hogar, junto al cariño y calidez de su esposa e hijos.
Esa noche sería otro intento fallido de desahogo ante el tedio rutinario, pero esa monotonía por costumbre, le era tan necesaria, su vida le resultaba bastante fácil como para arriesgarse a cambiarla. Estaba contento de su inmovilidad ingenuamente larvaria, una sonrisa socarrona se dibujó en su rostro, me maldijo, acusándome de que mentí acerca de su calvicie, que sólo era incipiente y no total y sobre el hecho de que había pasado la noche anterior en un hotelucho de mala muerte. Me disculpe con él halagando su decencia de buen hombre.
Así el esquizofrénico señor Goñi caminó hacia su querido barrio, se paró ante la conocida puerta y antes de entrar espió a través de la ventana, no había nadie en el living-comedor, la mujer y los niños debían de estar durmiendo.
De esta manera subió al árbol y se sentó en la rama que enfrentaba la ventana de la mujer. La bipolaridad de su ser se traslucía en su rostro repartido en una doble expresión: la de su sonrisa amable de hombre de bien y la de sus ojos maniáticos que contemplaban acechantes la silueta de la durmiente.
Elugo