Quienes conocieron a Adrián “Caña” Ferrari a mediados de los
noventa difícilmente imaginaron que su vida duraría más allá de esa década. Por
aquellos años su figura desgarbada se paseaba por cuanta manifestación,
ocupación o recital había. Sin importar el rincón de la ciudad donde se
realizara siempre aparecía el Caña con su eterno aliento alcohólico y
sus ojos enrojecidos, vaya uno a saber por cuál de las cosas que fumaba. Todos
los que andaban en la vuelta le adjudicaban ideologías y militancias de las que
él renegaba. En realidad nunca se supo exactamente cuál era su pensamiento. Por
su aspecto: pantalones agujereados, remeras que parecían trapos y campera de
jean que ya no recordaba su color original, así como por algunas de sus
amistades, muchos lo ponía en el grupo de los “anarco-punkis”;
pero no creo que el Caña fuera uno de ellos. Él tenía un componente romántico que la mayoría de sus amigos
despreciaban. “No metan a la gente en frasquitos”, decía si
alguien le llenaba mucho las bolas para que se autodefiniera. No conozco
mayores datos de su familia ni de su historia personal. Es más, debo confesar
que apenas me crucé con él algunas veces y que, si bien compartimos alguna que
otra cerveza, nunca hablamos directamente. Sin embargo, siento que lo conozco
bastante. Tal vez porque escuché muchas historias sobre sus andanzas o quizás
por simple empatía no exenta de cierta idealización.
No sé si fue la primera que escuché, pero sin dudas la anécdota
del Caña que inmediatamente me viene a la mente es la que sucedió en la
comisaría décima. Cuentan que después de varios meses de detenerlo al menos una
vez por semana, los milicos rasos de esa seccional —“mi segunda casa”
según decía el propio Caña—, le habían tomado cariño. Si bien ninguno
podía negarse a cumplir con la orden del comisario de “meterle unos
bastonazos para ayudarlo a pensar”, la mayoría prefería que esa tarea la
realizara otro. Entonces la estructura vertical de la policía hacía que la tarea
recayera sobre los recién llegados a la comisaría. Una noche un milico muy
joven, al que mandaron a darle los bastonazos al Caña, prefirió soltar
un perro dentro de la celda para que fuera éste el que hiciera el trabajo.
Cuando
quedó enfrentado al animal, a solas en la celda, el Caña se tiró al piso
y se puso en cuatro patas. “Para que la
pelea fuera justa”, dicen que explicó tiempo después. Ambos, hombre y
perro, se miraron con recelo. Un par de ladridos del animal que retumbaron en
la pequeña habitación parecieron ser la campana de largada. El perro mostraba
los dientes mientras arrinconaba al hombre en un recoveco de la celda. Apoyado
en sus manos y rodillas, el Caña fue
retrocediendo lentamente sin quitar la mirada de los ojos del animal. Cuando ya
no le quedaba mucho espacio para recular, con gran agilidad el Caña saltó por encima del perro y quedó
posicionado detrás de él. Mientras éste se daba vuelta para atacarlo, el hombre
mordió al animal en una de sus patas traseras. El perro soltó un pequeño gemido
e intentó zafar la pata de entre los dientes del Caña, que lo miraba con los ojos vidriosos de rabia. El forcejeo
duró algunos segundos hasta que el Caña
abrió la boca y el animal logró liberarse. Completamente desorientado y lejos
de volver por la revancha el perro se fue al vértice opuesto de la celda, se
acostó y comenzó a lamerse el lugar de la mordida.
Algún tiempo después el Caña dejó de aparecer por los lugares que solía frecuentar. Se decía
que estaba muy cambiado, que ya no salía de noche y que había dejado de tomar y
fumar. Nunca se supo muy bien la razón de esa mutación. En este punto las
versiones se multiplican y difieren bastante unas de otras. Algunos dicen que
el cambio de hábitos sobrevino luego del fallecimiento de su madre, mientras
que otros aseguran que se trató de una búsqueda de tipo espiritual que el Caña
inició después de un romance con una muchacha. Recuerdo que alguien que lo
conocía me comentó que el Caña se
había encerrado en su casa. “Quería
escribir un poema que no dijera nada. Decía que un poema que no dice absolutamente
nada lo está diciendo todo. Estaba loco: llenó su casa de papeles, no dormía,
apenas comía y no nos atendía cuando le golpeábamos la puerta. Así pasó unos
cuantos meses. Me dijo que una vez que estuvo conforme con lo que había escrito
se acostó y durmió una semana entera. Cuando se levantó se sintió una persona
muy diferente. Creo que nunca nadie leyó ese poema; es más, no estoy seguro que
ese poema exista.”
La última vez que vi al Caña fue hace un par de años en una
feria barrial. Aunque él no me reconoció, me acerqué a saludarlo. Noté cierta
incomodidad de su parte con algunos de mis comentarios; sin embargo fue muy
amable e incluso tuvo la paciencia de explicarme que algunas de las frutas que yo
estaba comprando no eran de las mejores. Le propuse hacerle una entrevista para
me contara cómo habían sido aquellos años —en ese instante imaginé que podría
averiguar si aquel poema realmente existió e incluso fantaseé con escribir un
libro al respecto—, pero él se negó rotundamente. Sobre el final de la conversación
le pregunté qué opinaba de unas protestas estudiantiles que habían sucedido un
par de días antes de nuestro encuentro. El Caña se encogió de hombros, y
mientras se iba caminado entre los puestos de frutas y verduras me dijo: “Qué
sé yo, para mi hoy en día lo más revolucionario es ser amable.”
Miguel Sanecasse