jueves, 19 de septiembre de 2013

La Revolución


Quienes conocieron a Adrián “Caña” Ferrari a mediados de los noventa difícilmente imaginaron que su vida duraría más allá de esa década. Por aquellos años su figura desgarbada se paseaba por cuanta manifestación, ocupación o recital había. Sin importar el rincón de la ciudad donde se realizara siempre aparecía el Caña con su eterno aliento alcohólico y sus ojos enrojecidos, vaya uno a saber por cuál de las cosas que fumaba. Todos los que andaban en la vuelta le adjudicaban ideologías y militancias de las que él renegaba. En realidad nunca se supo exactamente cuál era su pensamiento. Por su aspecto: pantalones agujereados, remeras que parecían trapos y campera de jean que ya no recordaba su color original, así como por algunas de sus amistades, muchos lo ponía en el grupo de los “anarco-punkis”; pero no creo que el Caña fuera uno de ellos. Él tenía un componente romántico que la mayoría de sus amigos despreciaban. “No metan a la gente en frasquitos”, decía si alguien le llenaba mucho las bolas para que se autodefiniera. No conozco mayores datos de su familia ni de su historia personal. Es más, debo confesar que apenas me crucé con él algunas veces y que, si bien compartimos alguna que otra cerveza, nunca hablamos directamente. Sin embargo, siento que lo conozco bastante. Tal vez porque escuché muchas historias sobre sus andanzas o quizás por simple empatía no exenta de cierta idealización.
No sé si fue la primera que escuché, pero sin dudas la anécdota del Caña que inmediatamente me viene a la mente es la que sucedió en la comisaría décima. Cuentan que después de varios meses de detenerlo al menos una vez por semana, los milicos rasos de esa seccional —“mi segunda casa” según decía el propio Caña—, le habían tomado cariño. Si bien ninguno podía negarse a cumplir con la orden del comisario de “meterle unos bastonazos para ayudarlo a pensar”, la mayoría prefería que esa tarea la realizara otro. Entonces la estructura vertical de la policía hacía que la tarea recayera sobre los recién llegados a la comisaría. Una noche un milico muy joven, al que mandaron a darle los bastonazos al Caña, prefirió soltar un perro dentro de la celda para que fuera éste el que hiciera el trabajo.
Cuando quedó enfrentado al animal, a solas en la celda, el Caña se tiró al piso y se puso en cuatro patas. “Para que la pelea fuera justa”, dicen que explicó tiempo después. Ambos, hombre y perro, se miraron con recelo. Un par de ladridos del animal que retumbaron en la pequeña habitación parecieron ser la campana de largada. El perro mostraba los dientes mientras arrinconaba al hombre en un recoveco de la celda. Apoyado en sus manos y rodillas, el Caña fue retrocediendo lentamente sin quitar la mirada de los ojos del animal. Cuando ya no le quedaba mucho espacio para recular, con gran agilidad el Caña saltó por encima del perro y quedó posicionado detrás de él. Mientras éste se daba vuelta para atacarlo, el hombre mordió al animal en una de sus patas traseras. El perro soltó un pequeño gemido e intentó zafar la pata de entre los dientes del Caña, que lo miraba con los ojos vidriosos de rabia. El forcejeo duró algunos segundos hasta que el Caña abrió la boca y el animal logró liberarse. Completamente desorientado y lejos de volver por la revancha el perro se fue al vértice opuesto de la celda, se acostó y comenzó a lamerse el lugar de la mordida.
Algún tiempo después el Caña dejó de aparecer por los lugares que solía frecuentar. Se decía que estaba muy cambiado, que ya no salía de noche y que había dejado de tomar y fumar. Nunca se supo muy bien la razón de esa mutación. En este punto las versiones se multiplican y difieren bastante unas de otras. Algunos dicen que el cambio de hábitos sobrevino luego del fallecimiento de su madre, mientras que otros aseguran que se trató de una búsqueda de tipo espiritual que el Caña inició después de un romance con una muchacha. Recuerdo que alguien que lo conocía me comentó que el Caña se había encerrado en su casa. “Quería escribir un poema que no dijera nada. Decía que un poema que no dice absolutamente nada lo está diciendo todo. Estaba loco: llenó su casa de papeles, no dormía, apenas comía y no nos atendía cuando le golpeábamos la puerta. Así pasó unos cuantos meses. Me dijo que una vez que estuvo conforme con lo que había escrito se acostó y durmió una semana entera. Cuando se levantó se sintió una persona muy diferente. Creo que nunca nadie leyó ese poema; es más, no estoy seguro que ese poema exista.”  
La última vez que vi al Caña fue hace un par de años en una feria barrial. Aunque él no me reconoció, me acerqué a saludarlo. Noté cierta incomodidad de su parte con algunos de mis comentarios; sin embargo fue muy amable e incluso tuvo la paciencia de explicarme que algunas de las frutas que yo estaba comprando no eran de las mejores. Le propuse hacerle una entrevista para me contara cómo habían sido aquellos años —en ese instante imaginé que podría averiguar si aquel poema realmente existió e incluso fantaseé con escribir un libro al respecto—, pero él se negó rotundamente. Sobre el final de la conversación le pregunté qué opinaba de unas protestas estudiantiles que habían sucedido un par de días antes de nuestro encuentro. El Caña se encogió de hombros, y mientras se iba caminado entre los puestos de frutas y verduras me dijo: “Qué sé yo, para mi hoy en día lo más revolucionario es ser amable.”



                                                                                        Miguel Sanecasse

sábado, 14 de septiembre de 2013

Cerrada noche.
Frío.
Algo de viento
La tormenta que no pregunta,
que se arrima,
nube a nube
va ganando el cielo
hasta ser su amo y señor

Dos caballos
reposan en un palenque.

Jinetes cabalgando
a campo traviesa,
 cruzan praderas y arroyos.

El rayo
le vuelve a ganar al trueno,
iluminando el esplendoroso
rugir de la tierra. 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

El inicio

Los pensamientos eran confusos. Llevaba tres días sin salir de su casa, evitaba todo tipo de contacto, no lograba sostener una conversación, su cabeza se iba sola a cualquier parte.
Despertaba adivinando el día, representándolo por completo, eso le aburría y le quitaba las ganas de levantarse de la cama.
El cenicero lleno de colillas, el ambiente inundado de humo, la televisión inagotable, la botella de agua al lado de las piernas que subían y sostenían el cuerpo hundido en el sillón, la imagen típica de cada madrugada.  Se iba a dormir una vez que los ojos empezaban a cerrarse por aburrimiento más que cansancio. No quería el silencio  previo al sueño, ni los gritos de las almas queriendo salir, caminantes de la mente, que aparecen en la oscuridad, lo asustaba el silencio de los cuerpos durmiendo, de todos ellos respirando, perdidos vaya a saber uno donde.
Una vez en la cama se ponía boca arriba y comenzaba un trabajo de respiración, inspiraba por la nariz, el pecho subía y bajaba cuando exhalaba por la boca. Intentaba regular la respiración, concentrarse en eso, hasta dejar el cuerpo, buscando el sueño como única escapatoria ya que para los cobardes el suicidio no es una opción.


Julio Julio! Los gritos eran cada vez más fuertes y venían del último cuarto de un pasillo largo y oscuro. Los grito ya no clamaban por nadie, solo se ahogaban en una respiración descontrolada.
Los pies pequeños y descalzos pisaban las baldosas frías, con la agilidad de niño corrió por el pasillo, un pedazo de niñez se descascaraba en cada paso, tiempo después recordaría ese momento como el inicio de su conciencia hasta estos días. Atravesó la puerta, penetro en los quejidos, en el llanto ahogado de la madre, el camisón blanco grabado en la memoria, el pelo suelto y enmarañado de la noche,  los brazos que sostenían el cuerpo, el pensamiento del momento, la mirada detallista, la sensación de miedo que le provoco la cara de su madre mojada en llanto, de percibirla  tan debil como una niña, igual que él, que veía la muerte por primera vez.
No se despierta! gritaba entre sollozos, tu padre no se despierta!
El cuerpo se le heló, reconoció el miedo bajándole hasta los pies.   
Pasaron unos minutos, su madre seguía sacudiendo el cuerpo tomado por los hombros. Parado con el torso desnudo, calzoncillos y una media de cada color, pestañeaba en silencio.
Le hubiese gustado llorar y no dejar que las lagrimas estancadas pudriéndose tanto tiempo.
Camino hasta la cama, toco despacio el hombro de su madre, intentando que el contacto le devolviera la cordura.

-déjalo ma, déjalo.



                                                                                                                       Nano