miércoles, 27 de noviembre de 2013

Vida y obra de un imbecil

Baje las escaleras, empuje la puerta negra y entre al bar, me choco el humo y el calor de los  cuerpos esparcidos en alguna de las mesas. El vaho aprovechaba a irse, el aire nuevo de la calle a entrar, recorrí el lugar con la mirada…Todavía no había llegado.
Solté la puerta que quedo tambaleándose de un lado a otro a mi espalda, camine entre las mesas desenredándome la bufanda,  People are Strange de los Doors sonaba mientras yo buscaba llegar a la última mesa contra la pared.
Colgué la campera en la silla y me senté, volví a mirar a los alrededores, incomodo, como siempre que llego a alguna parte.
La sensación ya es conocida, me cuesta unos minutos volver a sentirme cómodo, perderme en el barullo.
Lo mejor es esperar con una cerveza – dije- y me arrime a la barra, volví con una bien fría y dos vasos, aunque todavía estaba solo.
Serví uno, jugando a calcular la cantidad exacta para lograr que llegue al borde pero sin que se vuelque, teniendo en cuenta la dificultad de la espuma, conseguir una servida perfecta, (recordé el juego de la cisterna, que consiste básicamente en tirarla antes de terminar de mear, calculando el tiempo que uno cree que resta para desagotar totalmente la vejiga y el que demora el agua en llegar e irse, el cual por cierto se ha vuelto compulsivo,  a tal punto que mi casa parece un baño público, yo sé que es por mi culpa, por mis fallos en el cálculo, porque la cisterna queda descargada y a mí tampoco me dan las bolas para esperar a que se cargue de nuevo, el error por lo tanto no puede remediarse hasta que otra persona use el baño, a veces pasa mucho tiempo y supongo que fermenta)  di un sorbo y después un trago largo.
Enseguida saque los cigarrillos del bolsillo, prendí uno y tire la caja sobre la mesa, después tire el encendedor que deslizo y quedo pegado a esta.
Me recosté en el respaldo,  mire la imagen de la mesa, la cerveza, la caja de puchos, el encendedor y me quede pensando…
Si no estuviese solo habría hecho este comentario: me gusta dejar la caja de cigarros arriba de la mesa cuando me siento en un bar a tomar cerveza.  No en el bolsillo.
Fue un descubrimiento, si me preguntaran que te gusta, diría eso, me gusta dejar la caja de puchos arriba de la mesa cuando estoy en un bar.
Me acorde de mi abuelo, de alguna tarde en que yo era un niño todavía y el no estaba muerto, me dijo, a mi me encantaba fumar,  ahora ya no puedo, pero me encantaría poder volver a hacerlo.
No sé porque recordé eso, pero ahora con un cigarro en la mano y mas años, esa frase me venía a la cabeza, pensé que era la única persona que había escuchado decirlo, “me encanta fumar”,  sobretodo porque a los fumadores cuando le preguntan por el cigarro se encubren con respuestas como, no, no fumo mucho, o si es una porquería, pero no lo puedo dejar.
Cuando el resto de las personas creen que todo término-me dijo- cuando  ya no hay nada más que le despierte el entusiasmo, cenaron, comieron el postre, a nosotros los fumadores nos quedan algo, fumar un buen cigarro.   
Le di una ultima bocanada, mire cómo salía el humo recto de mi boca, paralelo al piso, iluminado apenas por una luz suave que había en el lugar y lo apague en el cenicero con fuerza asegurándome que no quedara largando olor a papel quemado, cosa que detesto.
Volví la vista al bar, a las mesas, a estudiar cómo estaban compuestas, si bien hay cosas para ver, para entretenerse, no es tan interesante, ni revelador, como en otros lugares, porque por lo general en los bares uno se cruza con el inicio de lo que será, con mesas que tienen primeras citas, o amores recién nacidos.  
Pero en una pizería o un restorán -por ejemplo-, es donde se ven caras, edades,  y vidas de todo tipo, personas que me entretienen y confirman lo aburrida que puede volverse la vida.
Ni hablar de esos lugares en que hay televisores colgando en cada pared, donde lo más fácil de percibir son las bocas que se abren solo para masticar, estrujar la comida, y seguir masticando como autómatas uno frente a otro con la vista fija en la pantalla.
Un día fui a buscar una pizza que había encargado y el volumen estaba tan alto que parecía no haber escapatoria, de la pantalla salían los Midachi, había personas que como estaban de espalda al televisor habían girado las silla para el lado de este, el cajero me atendió entre risas, sin despegar la vista de la pantalla le di la plata que guardo en la caja sin mirar y me fui pensando que podría haberlo cagado.
La puerta negra se abrió, el aire frió de la calle entro con fuerza, se deslizo hasta la última mesa contra la pared y me pego en el pecho.
La persona a quien esperaba había llegado, camino entre las mesas, sacándose la gorra y los guantes de las manos, Eleanor Rigby de los Beatles se mezclaba con el aire y revotaba en las paredes.



                                                                                                                 Nano